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EL ABRA
En medio del abra, ya seminvadida
de malezas, en el campo de los Mendihondo, se puede ver
una tapera de dos piezas corridas y galería a los
lados, con techo de zinc donde el sol se apoya con saña.
El abra, de una legua escasa, está rodeada por
la selva de Misiones que, como un nudo corredizo, en cualquier
momento podría estrangularla. Es una isla seca
esa abra a la que solamente llegan, a veces, ñanduces
o monos, o, muy de cuando en cuando, un chasque que, como
yo, por alguna razón de pobreza, se aventura a
cruzar la selva y el páramo de tierra colorada.
En un tiempo la tapera del abra estuvo blanqueada y el
campito poblado por algunos vacunos. Un pozo exiguo, con
una mula atada a la noria, era la única provisión
de agua. De las vigas del techo de la galería colgaba
la hamaca paraguaya, y, en ella, estirada, una mujer morena
de miembros cortos y redondeados que se abanicaba con
una pantalla de junco. A pesar del tinte mate de su piel,
no parecía del país; la sombra exagerada
de sus ojeras acusaba el kohl. Se cubría con un
vestido claro que dejaba transparentar sus formas pronunciadas.
La hamaca se ondulaba con el peso de esa figura pequeña
y maciza. Alrededor de ella se formaba un vapor confuso,
una especie de orla o halo. Pero quizás era sólo
la nube oscilante de moscas y mosquitos.
Don Alcibiades la había traído de Oberá,
una noche, y ahí se había quedado. No la
llamaba por ningún nombre, solamente eh, decí,
mirá. Tenía un nombre difícil de
pronunciar. Ella había creído que ese hombre
barbudo, con ojos muertos, movimientos rápidos
y una rastra emparchada de plata, la iba a llevar a ciudades
con ferias y ruedas que vuelan por el aire, o a campamentos
donde se escuchan las fanfarrias lejanas, y la caña,
en cantimploras, rueda de boca en boca, suavemente hinchada
por los votos secretos de muchos hombres, al anochecer.
Se quedaron ahí, sin una guitarra ni un perro.
Después, él conchabó al Ciro, el
peón. El peón, además de arrear los
animales al bebedero, castrar y carnear de cuando en cuando,
hacía la comida, cebaba el mate y a veces lavaba
la ropa. También cargaba con la hamaca de una a
otra galería, con o sin la mujer adentro, en busca
de sombra. Hablaba poco; contra el último pilar
de la galería, se quedaba por las noches apartado
y oscuro. Como no pitaba, sólo se percibía,
muy de cuando en cuando, el brillo de sus ojos encandilados.
Las estrellas brillaban fuerte en la gran noche, pero
más allá, al raso.
Don Alcibiades, ya en el oscuro, tiraba el pucho y se
acercaba a la hamaca. Se quedaba ahí un buen rato,
de pie. De pronto cargaba con la mujer hacia la pieza.
Muy de mañana cebaba el Ciro. La mujer ya estaba
en la hamaca otra vez, como si no se hubiera movido, abanicándose
eternamente, con los ojos sombreados de kohl. La expresión
de esa cara era igual a la de muchas mujeres que se encuentran
en el pueblo o las ciudades: una máscara de melancolía
o de tedio y detrás de la máscara, nada.
El Ciro le pasaba el mate en cuclillas, la pava un poco
más allá, en la tierra roja, y, prosternado,
le ofrecía un cigarro de chala, una fruta o una
perdiz traída de la laguna, a quince leguas. El
patrón se prendía la rastra de plata y observaba
desde adentro, afinados los labios resecos. El muchacho
era duro para el trabajo y rendidor. Le iba cobrando ley.
Una madrugada en que la mujer estaba comiendo las frutas
de las palmeras invisibles, por lejanas, vio una culebra
y, le tiró a la cabeza, como tantas veces lo hiciera
con el revólver que estaba ahí nomás,
en la hamaca. Don Alcibiades salió de la pieza.
-Buen tiro, che. Te premiaré por la puntería.
Me voy pa la feria arreando los novillitos; te traeré
la blusa.
-¿Lo acompaño, patrón? -preguntó
el Ciro.
-No.
Don Alcibiades añadió, dirigiéndose
a la mujer:
-Te queda un tiro. Es bastante pa vos. -Y se fue. No cambió
la máscara ambigua en el rostro de ella.
El Ciro montó la yegua y salió a recorrer
el campito, como siempre, arreó de la selva a tres
vacas alzadas, curó a un ternero abichado, libró
a otros de uras y garrapatas y acomodó las ramazones
que servían de alambrado. Cuando volvió
a las casas empezó con la fajina doméstica:
prendió fuego para el asado, entre la polvareda
y el viento; en cuclillas, como siempre, miraba de reojo
a la mujer. Ella se desperezó, después se
desprendió la blusa, como si la botonadura le lastimara
el pecho. Estirada en la hamaca, abanicándose,
su rostro permanecía impasible; sólo el
cuerpo, en ondulaciones sobre la red, cambiaba, se multiplicaba
en su aleteo, como si muchos peces submarinos y brillantes
se debatieran en una atmósfera antinatural, en
intentos inútiles, un poco monstruosos. Y en todo
había una belleza remota y agresiva. El Ciro fue
acercándose despacio, silencioso, de rodillas,
y empezó a acariciar la mano que colgaba fuera
de la red. La mano se alzó hasta el pecho y con
ella arrastró a la otra mano. El Ciro saltó
sobre la red, alucinado, desesperado, como una tormenta
que se desencadena. Y su sudor caliente se mezcló
a las sales profundas y por fin el secreto del mundo fue
revelado. La mujer entreabrió los labios. Una paz
corpórea, blanca, se elevó sobre la tierra
rojiza, sin pájaros. Un grito de la mujer la ahuyentó
de pronto. Sonó un tiro y el Ciro, en un estertor
rígido, cayó hacia afuera, sobre la tierra
apisonada, bajo la hamaca.
-No me esperaban tan pronto, ¿eh? -Y después-:
No lo hice caer encima tuyo, no te podés quejar.
Alcibiades se acercó y metiendo el revólver
en el cinto tomó los bordes de la hamaca, empezando
por arriba, y fue cerrándola sobre ella, trenzándola
con el lazo. La mujer estaba quieta, callada, abiertos
los ojos sin mirar, bajo la soga que iba cerrándose,
primero sobre su cara, todo a lo largo de su cuerpo, después.
Él trabajaba concienzudamente, práctico
en la tarea con el lazo. Terminó en lo alto, en
el lado de los pies, con un gran nudo doble.
Ella no sabía aún qué había
pasado. El lazo le daba sobre la cara, sobre los pechos.
Algo pegajoso le había salpicado los muslos y un
brazo. Y el olor subía desde la tierra apisonada,
una mezcla de pólvora y de amor, y de cosas muy
lejanas y profundas; mares, tal vez. En una contorsión
que hizo oscilar la hamaca, se volvió boca abajo;
vio a un hombre muerto que fue el Ciro: a la frente destrozada
seguía la nariz indecisa y los labios, herida irremediable,
dulce y agradecida; eran los labios recién besados
de un niño.
La mujer estaba todavía aletargada por esa paz
ya huida. No entendía mucho de miedos. Sabía
que era difícil que algo fuera peor. Ya hacía
tiempo que había tocado fondo; la felicidad podía
ser sólo una memoria confusa y fugaz o un momento
sin futuro. Recién había bebido de la felicidad
hasta lo hondo, por primera vez, y a pesar de todo, un
bienestar la invadía; un baño de bienestar
que pesaba más que los acontecimientos, que trastocaba
el tiempo y la mantenía en un presente que ya había
pasado. En casa de Doña Jacinta había conocido
el apremio de muchos hombres, pero nunca había
conseguido ese bienestar que le hacía recuperar
las cosas remotas; la infancia y un barco y una imprecisa
canción. Sintió que los pechos y el vientre
le pesaban como si fueran el centro del universo. De pronto
abrió los ojos. El Ciro estaba quieto, allí
abajo, en el suelo, largo. Ella se retorció, adentro
de la red, y empezó a crecer en ella, como si fuera
desde la entraña misma de la tierra roja, un odio
pétreo, gris; un odio de greda que la traspasaba,
la superaba. Raspándose los flancos logró
darse vuelta de costado. Su odio nada tenía que
ver con la angustia o la debilidad o el estar allí,
vejada, entre cuerdas, prisionera. Era un odio duro hacia
un hombre que tenía poder, el patrón, Alcibiades,
que estaba ahí junto al pilar; en ese sitio que
había sido el apoyo de la espera, de la paciencia,
de la pobreza, del amor; del Ciro.
La máscara en el rostro de la mujer no expresaba
nada más allá de la ambigüedad, como
siempre. Pero ahora revivía esa escena pasada,
cuando el hombre de la barba entró en el patio
de Doña Jacinta, en un atardecer, chirriando las
botas, como si fuera matando la luz con sus pisadas y
vio el desfilar de las muchachas: la Zoila, tan delgadita
que parecía que iba a quebrarse, la Wilda, con
su pelo motoso, sus labios abultados y sus ojos verdes,
y las otras, y cómo la eligió a ella y la
hizo tenderse y subir los brazos detrás de la nuca
y cómo una arcada de asco le subió a la
garganta, algo que no le había sucedido antes.
Él prometió mostrarle ciudades y le ofreció
cigarros de chala y ella olvidó ese asco inicial
y se fue, dejando el atado de ropa para las otras, total,
a ella ya le comprarían vestidos nuevos en la ciudad,
y una combinación de seda celeste. Y llegaron allí,
al abra, y lo mismo que en el patio, en el pueblo, los
días fueron iguales, más iguales todavía,
pasando de amaneceres a ocasos, de noches a días,
de calor a calor.
El rencor la ahogaba, le subía en bocanadas desde
el vientre. Se parecía a aquella primera arcada
insólita que le acometió cuando Alcibiades
la besó por primera vez. Algo que había
estado quieto en sus adentros, como una laguna estancada,
se echó a correr, a desbordarse por su cuerpo y
por su mente, arrastrando los espejos rotos impregnados
con sus imágenes recientes, estúpidas y
asombradas. Y al lavarla de lo anterior, la volvía
clara, lúcida para intentar una venganza. Se oían
las idas y venidas del hombre, en la pieza, cómo
contaba las monedas de plata, cómo abría
la valija y metía, adentro, la ropa y el poncho
de la cama. Eso quería decir que se iba, que la
dejaba, para que ella se consumiera hasta el fin, bajo
el sol que ya daba vuelta hacia esa galería, entre
la nube de moscas verdosas, pastosas, que subían
desde la cabeza destrozada del muerto, hasta ella. Lejos,
esperaban los caranchos y los cuervos.
La lengua, seca, se le pegaba al paladar; el estómago
se le endurecía y la apretaba con cien uñas
nuevas, adentro, pero no se le ocurrió pensar que
tenía hambre y, sobre todo, sed. Su odio podía
más que los apremios. Un olor blando se alzaba
desde el piso. Un olor dulce que se parecía a ese
sudor reciente de ellos dos, mezclados. Y a los yatais
que él le traía desde lejos. Y también
al bebedero de la mula.
Alcibiades, con la valija en la mano, se detuvo ahí
cerca, los labios estirados en una especie de sonrisa.
Tal vez su reciente acción le quedaba grande; lo
sobrepasaba. Se admiró de sí mismo, de su
decisión; había matado a un hombre, al muchacho.
Limpiamente se había librado de algo que lo incomodaba.
Ahora había que huir. También era molesto,
no sabía qué hacer. Hacía calor,
era la hora de la siesta.
La mujer parecía un puma, con sus miembros cortos
y su vientre y busto abultados, la piel con algunos manchones
rojos bajo la red emparchada de sol. Ella empezó
a retorcerse. El sol le daba en el hombro derecho y en
la cadera; después, en todo lo largo de ese costado.
Se acomodó boca arriba, de espaldas al muerto,
el sol sobre el seno pesado, justo bajo la soga, sobresaliendo
el pezón morado por un cuadradito de la red. La
cabellera negra se desparramaba y le escondía la
cara; toda esa masa de pelo apenas entreabierta para dejar
que ardiera la mirada. Un quejido monótono, un
poco ronco, acompañaba el contoneo, algo así
como un arrullo, si las fieras pudiesen arrullar, mientras
a la frente angosta, deprimida bajo ese pelo que caía,
llegó desde sus entrañas una sabiduría
antigua: si ella sabía llamarlo, ese hombre se
acercaría, se abalanzaría sobre ella y desataría
el nudo y destrenzaría el lazo y se aflojarían
los bordes de la hamaca y eso significaría vida,
el poder y, después, la venganza.
Alcibiades estaba inquieto junto a ese pilar. Dejó
la valija en el piso y dio un paso adelante. Se detuvo
de nuevo.
-Te estás asando al sol, ché -dijo con uno
voz extraña, pastosa.
Ella se retorcía, rugía un poco. El hombre
añadió, con voz honda, como si le costara
hablar:
-Aura naides nos molestará, aunque sea al sol.
Se iba acercando, deteniéndose y dando un paso
adelante otra vez. Ella lo veía crecer, agigantarse.
En cualquier momento se abalanzaría, por sorpresa.
Tal vez su impaciencia le haría cortar el lazo
o la red con el facón.
En los sacudimientos de la mujer hubo un cambio de ritmo,
un estremecimiento que el hombre no notó. El odio,
por arcadas, por oleadas, iba adueñándose
de sus pequeñas astucias, de su pereza, de su deseo,
de todo aquello que había sido ella, hasta entonces,
y la invadía en flujos y reflujos. Toda ella era
una marejada de odio caliente que la endurecía.
Su odio era más impaciente que el deseo de él,
más apremiante. Ya nada significaba el plan de
venganza, ni siquiera la vida. Era un odio exigente, tiránico,
de una majestad feroz. Y se agrandaba adentro de ella,
la estiraba, ya no lo podía contener... Estalló
un tiro.
-Perra -murmuró el hombre, entre dientes; dio una
voltereta y cayó de espaldas al piso. Tenía
una mano sobre el pecho y escupía aún confusas
maldiciones.
Adentro de la hamaca quedó el revólver inútil,
vaciado. Ella también quedó así.
Era la última bala, el último ruido para
quebrar el rumor, la pesadez, y la sed. Era el último
ruido del mundo para ella. El hombre, Alcibiades, tendido,
contorsionándose, oscuro, era una sombra empecinada
contra la luz; juramento y estertor. Y, por fin, nada,
apenas la muerte bajo el pilar, un poco más allá
de la valija vieja e hinchada. Y un hilo de sangre dibujando
la camisa no muy blanca bajo la barba renegrida.
La mujer se rindió al sol que la poseía
prolijamente. Su odio, satisfecho, la abandonó
como un hombre, nomás, y ella se sumergió
en una especie de paz opaca, sólida, que poco tenía
que ver con aquella que había atrapado luego del
amor. Pero ésta era, por lo menos, duradera.
Todo el sol destinado al abra de tierra roja estaba concentrado,
ensañado en ese cuerpo desnudo bajo la red, húmedo,
que se iba secando poco a poco. Y la lujosa corte de moscas,
tornasolándose al pasar de la sombra al sol, estiraba
las alas y las patitas, iba y venía desde los cuerpos
de los hombres muertos hasta el de ella, sin hacer distinción
entre la cabeza destrozada, el pecho donde la sangre parecía
correr aún, y su sed. Ella alimentó el odio
a costa de esa sed; algo estaba cumplido, saciado. Se
estuvo un rato quieta, soñolienta. De pronto empezó
a roer la red, desesperadamente. Un cuadrito se cortó,
después otro. Ardía la piel, los labios,
los ojos. Todo se incendiaba en ella aunque la noche ya
caía lentamente y pesaba como cien hombres y la
selva comenzó a desperezarse a lo lejos, arrastrándose
primero, galopando con furia, después, estrechando
el círculo del abra, estrangulándolo. Cegaba
el resplandor de las lagunas y de los ríos mentirosos
que avanzaban y huían. Noche, sol, noche otra vez.
Y morder los hilos del frío, del miedo, de la soledad.
Sus propios gritos engendraban otros que tomaban formas,
que la rodeaban y la aturdían y atronaban la noche.
Luego el silencio la envolvía y el nudo del lazo,
allí arriba, sobre sus pies, se agrandaba en el
aire, inalcanzable, todopoderoso.
Redobla el galope de la selva. Sombras, graznidos, alas
pegajosas le abofetean la cara, le picotean los muslos
y las caderas, la salpican de negrura y de muerte: "La
Wilda y la Zoila duermen bajo el mosquitero. ¡Llegan
los hombres! Doña Jacinta se va a enojar. Se me
enredan las guías en las piernas y las manos de
los hombres aprietan los pechos de las muchachas donde
rebosa la leche amarilla y amarga para engañar
la sed de los hombres. ¡La comadrona! No, que quema
las entrañas, se incendian con las palmeras y las
culebras. En lo hondo, más abajo de la tierra apisonada,
arden las monedas de plata, la barba negra; ya son un
líquido negruzco...
Rueda la rueda redonda por las ciudades. ¡Ciro,
Ciro, desatame de la rueda! Abajo, en el patio de jazmines,
están los soldados con sus fanfarrias y su bonito
uniforme azul. Y los ángeles vuelan por el aire
y cantan. Trae las blusas de seda para las muchachas.
Vamos a rezar todas juntas a la Virgen para que se cumpla
el milagro; una combinación con randa y un hombre
que se quede. La selva me cubre, me esconde entre sus
hojas, entre su lujo, entre la selva... Virgencita, nudo
del aire, no me ciegues con tu luz"...
La hamaca, en el vacío,
como un puente o un sueño murmurante aún,
se mecía sobre la muerte, cuando yo, el chasque
pobre, llegué.
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