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LOS DOS HERMANOS
Frida Kluger volvió a Buenos Aires después
de veintitrés años. Había cabalgado
por las mismas nubes de cartulina celeste y rosa siendo
simplemente una de las walkirias. Ahora las nubes estaban
más desteñidas pero ella, además
de cabalgar, debía dormirse circundada por el fuego
frente a los tres o cuatro mil espectadores del Teatro
Colón: era Brunhilda. Pero tenía veintitrés
años más.
Su hermano Otto había insistido en acompañarla
en el primer viaje. Salieron desde Hamburgo siempre hacia
el sur y el muchacho se había quedado en esta maldita
tierra. Verdad que el primo Rudulf lo había llamado
pero ella no le pagó el viaje para eso. Otto era
sagaz para los contratos, ordenado para las maletas y
fuerte y mañoso para ajustar el corset. Además,
proporcionaba ese clima de endiosamiento propicio a una
heroína wagneriana. ¡Bueno y tierno hermano
perdido en la selva! Inmensamente rico, ahora, tal vez
un hombre maduro gastado por el clima tropical, con el
pelo gris.
Frida se miró en el espejo del cuarto del hotel.
No, ella no tenía el pelo gris. Sólo los
ojos sagazmente gris-azules que traspasaban la luna del
espejo y miraban el otro rostro adolescente de ella o
del hermano, la cara casi redonda, un poco pálida,
aureolada por el lino suave del pelo, un rostro que siempre
parecía estar de frente, de pómulos pronunciados
y nariz pequeña y movible. No, el amor no la había
tratado con demasiada reverencia. (La garganta se hinchó
como una paloma y las alas, no, los senos, sobrepasaron
el límite del soutien). Hans, Robert y el barítono
italiano, desleales, todos, con la gran Frida Kluger.
Llamaron a la puerta. ¿Por qué ese hamburgo-steak
no estaba totalmente crudo por dentro como reclamaba la
gran voz de agua clara partiendo de las grutas de oro
de su garganta? Maldito país. Y la doncella, ¿dónde
diablos se había metido con la Bieckert? Ajjj...
maldita gitana de la baja Europa. Su hermano entendía
las cosas y ahora tenía mucho dinero. Ella ni siquiera
conservaba la diadema que le regaló el príncipe,
en aquella cena después de la Isolda. ¡Maldito
barítono italiano! ¿O no era Isolda a quien
debía la diadema? Tal vez a Electra, sí,
a Electra. Orestes tenía los ojos oblicuos y le
permitía lucirse en los agudos. Cosa rara, al fin,
uno que no estorba en los agudos de oro. Pero el viejo
chocho de Ricardo Strauss había preferido para
su Electra a las puercas de la baja Europa. ¡Malditos!
* * *
El paisaje se parecía a cierto sendero que bajaba
hasta Innsbruck pero sin Innsbruck. Sembrados y pinos
suavemente mecidos por la brisa. Más allá,
los árboles de tung floreciendo de blanco como
almendros vueltos hacia abajo, más enamorados de
la tierra que del cielo, tierra roja como la sangre, cuatro
cosechas de té cada año, cuatro temporadas
para recoger oro, mucho oro mientras las cuadrillas de
los nativos abren picadas y dejan al descubierto las entrañas
de la tierra ardiente. Raíces, calor, víboras
enroscándose, y alimañas naciendo de esa
tierra impúdica, animal o humana más bien,
que nutre con savia de hombre: ambición, ambición,
ambición.
Guerra contra las mismas, contra la América y sus
ríos, guerra contra la selva desconocida -telón
sólo penetrado por la imaginación del decorador-,
guerra, para poder afirmarse, construir y preservar el
predio, el Walhala. Idiota, simplemente idiota haberle
puesto ese nombre, la casa revestida de madera, total
una cabaña grande con mirador sobre el río
y alrededor las azaleas florecidas. ¿Cuántos
Hansels y Gretels tomados de la mano se necesitarán
para rodear una planta de azaleas? ¿Siete, nueve?
Y como si fuera a la entrada de una première, para
dar envidia a la contralto, el otro círculo entre
las nubes; bouquets, tres o cinco grandes bouquets de
flores violentamente rosadas por cada árbol de
lapacho. ¿Qué otra tarjeta podrían
llevar esos bou-quets que la de Wotan?
Verdaderamente ridículo, este buen Otto. ¿Cómo
diablos habrá hecho para transportar el Steinway
al borde mismo del mundo, hasta la baranda del mundo mirando
hacia la nada? Eldorado, hechizado, acaramelado. Claro
que la casa está revestida de madera, adentro y,
afuera. Asombroso, si no hubiera ejércitos de troncos
alineados en todas partes; un, dos, marchen, un, dos...
¡Fuera de aquí, india, no preciso que me
abaniques con tu pantalla de junco! ¡Fuera tus tés
y tus yerbas malditas, y tus ojos dulces de tabaco! ¡Fuera,
fuera!
* * *
-Dime, Otto, ¿qué vas a hacer con esta
linda y pequeña muchacha oscura? ¿Encarna,
se llama? Dócil y paciente Encarna. Vamos, Otto,
no me mires así, ¿te parece, de verdad,
que no estoy tan vieja? Eres el único hombre con
quien no puedo sacarme los años. Tres más
que tú. ¿Iguales los dos? ¿Alter
ego? Pero tú tienes unos pelos blancos y yo no...
¿Me regalas más brillantes? Sí, quedan
bien en mis orejas. ¿Verdad que tengo lindas orejitas?
Pero dime, ¿tienes alguna mina de diamantes bajo
la oscura yerba mate? Ah, el Brasil, el bonito Brasil
con sus diamantes vagabundos... Ya tengo más joyas
que la vieja Clitemnestra. ¿Te acuerdas de Clitemnestra
bajando los escalones? Tralararilarari. Ella, jugado con
sus joyas, y abajo, en los pasadizos subterráneos,
Electra y Orestes, los dos...
* * *
El cuadro alemán regresó a Europa sin la
gran Frida Kluger. Se quedó en el Walhala, el predio
de Misiones. Una tarde, Frida se hizo conducir hasta la
entrada misma de la selva y la penetró apenas.
Las gasas se le enredaban en los árboles. Se abrazó
a un lapacho y empezó a cantar. La selva tiene
buena acústica.
Otto la oyó, desde sus sembrados. Bajó de
la camioneta y se internó un poco entre la espesura.
Ella allí, abrazando los árboles, era él
mismo, su parte liberada, su alma, sola y secreta. Él
había trabajado duro, había peleado y había
hecho cosas que era preciso olvidar. Por fin su alma podía
salir de su escondrijo entre víboras, por fin podía
respirar. La lluvia empezó a caer sobre las hojas.
Otto buscó un claro y las gotas resbalaron sobre
su cabeza, sobre sus manos. No había nadie allí
cerca; se puso a llorar.
A la noche, la hermana, alhajada y prolijamente peinada,
y el hermano, permanecían silenciosos, sentados
a la mesa. Los candelabros dibujaban paisajes remotos
en esos dos rostros monótonos y redondeados. Dos
lunas en pos la una de la otra. Encarna los servía
sin ruido, como si bailara un rezo, con sus ojos mansos
de siempre, que no expresaban nada.
En el Walhala no se recibían visitas; ni los Shmitt,
que eran del mismo lugar, ni los Pallemarts, que eran
músicos, ni los millonarios Schloger. Podían
murmurar, si eso les gustaba; que corrieran los rumores
a lo largo de los sesenta kilómetros de carretera
que formaba el pueblo, que se desparramaran en los bailes
de los sábados, que crecieran del aeródromo
hasta las nubes. Él, Otto Kluger, se había
casado, precisamente ahora, con la chinita Encarna para
hacerlos callar. Era como pagar un endemoniado impuesto
más. Bastaba con eso para dar en los nervios. Pero
había que aguantar, aún, el alarido de los
mensuales cada vez que derribaban un árbol. ¿Por
qué desafiaban la furia de la selva? Sin duda para
que se arrastre en la noche y penetre las chacras con
sus uñas vengativas y sus lianas pegajosas. La
selva avanza siempre y gana, aunque se derriben gigantes
y se encienda la maraña enloquecida. Todo se vuelve
rojo. ¿Dónde está Frida? ¡Frida!
¡Frida! La tierra y sus sembrados son para ella,
todo a nombre de ella para que no se vaya, para que sueñe
y se quede rodeada por el círculo de oro; pinos,
naranjos y parapetos de té. Siempre queda el río
como un epílogo para huir o para morir, si no se
puede más. ¡Frida, carne blanca, Frida!
* * *
Encarna sabe que si se espera, todo sucede. Ella se llama
Encarnación de Kluger, ahora, tiene papeles y marido,
y doña Frida le regala blusas de seda y enaguas
celestes, y le tira con perfumados potes de crema, a veces,
cuando ella abre la puerta del cuarto para llevarle el
desayuno.
Pero Encarna está sola en el catre; el patrón
ya no molesta más. Arriba se oyen los pasos, los
chirridos de la cama, y las voces:
-Otto, algo cabalga en la selva. ¿Acaso un héroe
herido?
-No pienses en leyendas, Frida. Sólo piensa en
un ser completo y único. Medalla con dos caras
iguales, sin reverso. Tú y yo somos la medalla
de la buena suerte acuñada por un amor ario, pur
sang y sin infiltraciones.
Se está bien en el catre, cómoda, ahora,
sólo que se dan vueltas y vueltas y no se puede
dormir. Pero no hay que mirar por la ventana, no hay que
espiar el río porque puede atisbarse la otra orilla
con desgracia de mensú, y chicos con cara de pantano,
y viejas con costras. Sería lindo abrazarse a Rosendo,
alto y dulce como un árbol de incienso en la noche,
pero en el rancho de Rosendo hay miseria. No, no soy como
la otra Encarna, mi madre, que se fue a la otra orilla
y el río la devolvió hinchada y verdosa
por seguir a un hombre. Cante y mueva su cara gorda, doña
Frida, para que se hamaquen sus lindos aros y brillen.
Y regáleme blusas de seda verde así me nacen
flores en los pechos...
Encarna abre los ojos en la oscuridad. Una presencia está
ahí, espesa, en el aire negro. Por el lado de la
cocina, chirría una puerta, crujen las maderas;
entran uno, diez, más hombres... Son los de la
otra costa, los que roban y los que matan. Es sábado
a la noche: en la chacra están solos, los patrones
y ella. Encarna queda adentro de su miedo, esperando.
Y la presencia sigue ahí, quieta, con su olor:
río, rebenque, hombre. Y por fin, el soplo contra
su piel, contra su boca.
-No tengas miedo, Encarna, soy yo, Rosendo. Te vengo a
buscar.
Rosendo, peso de hombre, viento norte. Ella y él,
una ola más densa que el sueño, y envuelve
en remolino alto como el monte, y sumerge hasta lo hondo,
como si fuese para siempre.
¿Por qué Rosendo se arranca y cobra otra
vida distinta, insignificante, en que las cosas importan,
otra vez?
-Los compañeros esperan, Encarna. Tenemos que vengarnos
de los patrones y tomar lo que es nuestro. Y después,
volvemos a la otra costa, nosotros dos.
Encarna siente entristecidos los pechos y repite las palabras
tardías como resaca de río: -Volvemos a
la otra costa nosotros dos.
Lentamente va tomándola y estrujándola el
antiguo, espeso deseo por volver. Por fin es ella misma,
Encarna, la de verdad, y quiere llevar fardos a la cabeza
y estar sometida a su hombre y tener chicos. Su sangre
es una creciente que va colmándola, inundándola,
ya. Siente el gusto de la selva y de su río, cada
vez más agudo, más agudo... el gusto de
la venganza, nítido, y le hace dar un salto, salir
fuera de su pereza, fuera de ella misma y ser más
que ella misma, ser su madre, ya... El gusto explota en
su boca: -Vamos a vengarnos juntos, vos y yo, Rosendo,
los dos...
* * *
Al ponerse el delantal, se le pega a su desnudez caliente.
Pronto, hay que atar el cinturón. La impaciencia
le entra por la nariz con el olor a pólvora. Ha
oído un estampido y corre escaleras arriba, hasta
los hombres que blasfeman y amenazan. Encarna también
amenaza. El grito indio, largamente sumergido en la entraña,
se alarga, recorre su espinazo, se hincha en los pechos
y estalla:
-¡Hujúuu, Rosendo, dame el rebenque!
La sangre mana por las heridas de los hombres y aúlla.
La sangre de patrón tiene otro grito: ¡Muerte!
¡Muerte! El hacha de leñero quiebra los huesos
del patrón, machaca. ¡Lonjazos a esa carne
blancuzca que una vez dio tanto miedo!
-Bailá, Encarna, bailá. La sangre del patrón
te emborracha los pies.
-Huijúuu -gritan los hombres; unos acuchillan la
muerte y otros palpan el cuerpo oscuro de Encarna por
debajo del delantal-: La mujer, queremos la patrona, traéla.
Hombres, manos de araña, ¿por qué
estropean las carpetitas de randa y quiebran la muñeca
de loza celeste y rosada sobre la mesa?
-¡La mujer, queremos la patrona!
-Rosendo, Rosendo, las manos de hombre ensucian mi carne
tuya. Las manos tienen ponzoña.
¿Por qué Rosendo se abraza a la damajuana
rota? Rosendo ahí tirado, miseria de la otra costa.
-Traé a la mujer, Encarna, a la patrona gorda pa
los muchachos.
-No hay patrona, Rosendo, no está.
-Entonces aprontate, Encarna. Te llevo para la otra costa
antes que aclare.
-Aura tengo papeles, Rosendo. Hay que andar con cuidado
cuando se tienen papeles. Te buscan... y te encuentran,
después.
La voz de Encarna va creciendo. Casi es un chillido de
animal de la noche. Ella se fortalece al son de su propia
voz. Siente que la palabra papeles pesa como otro cuerpo
sin pechos y sin sexo adentro de su cuerpo, pero con plomo
en los pies.
-¡Encarna, cruzá a la costa!
-¡Encarna, vení pa el río!
Pesa la solidez, adentro; afirma y pega las plantas de
los pies a los tablones del piso. Rosendo, rama de árbol,
Rosendo, desgajado, derramado, se tambalea, y los otros
lo empujan escaleras abajo, turba con heridas oliendo
a vino: -¡Pronto, chemembuí, antes que aclare!
La turba baja, cada vez más hondo, escaleras, barranco
negro, río, mientras Encarna sin Rosendo queda,
la espalda contra la ventana, pegada a esa madera cepillada,
ordenada, dura, que es la casa; y ella, de cara a la muerte.
El río se queja azotado por los remos. Después,
la oscuridad, solamente, hasta el llamado del primer pájaro.
El resplandor de la madrugada se detiene, se queda fijo
sobre la cara del patrón muerto; toda la madrugada
está ahí, desprestigiando a la muerte.
Encarna va recobrando los ojos de tabaco dulce; la cara
oscura ya no expresa nada. Detrás del cortinado
de la cama del patrón está la puertita.
Encarna toma por allí, con pereza sube la escalera
en tirabuzón hasta el altillo. Doña Frida
parece dormida, boca arriba en el catre, o, a lo mejor,
está desmayada. Es más gorda y más
blanca que antes esa cara entre los brazos y los pechos
derrumbados.
Encarna la palmea y le habla despacio:
-Mande lo que guste, doña Frida. ¿Un poco
de té con el remedio? Y quédese tranquilita,
se lo traigo en seguida.
* * *
Encarna sigue sirviendo a la patrona que envejece dignamente
mientras en el secadero, año tras año, va
mejorando la calidad de las hojas del té.
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