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EL ÁNGEL
El escultor vivía solo en su cabaña, a
la entrada del bosque, meditando sobre la medida, el peso
y la forma de los ángeles del cielo.
Cierto día, el cura del pueblo llegó hasta
la entrada del bosque para asistir a un moribundo, y al
pasar frente a la cabaña del escultor, le encargó
que tallara un ángel de madera para su iglesia.
El escultor fue al bosque, cortó una rama de un
árbol y empezó a tallar. Pero su ardor lo
sobrepasó y de sus manos surgió una ninfa,
después una dríada y por último,
cuando ya quedaba muy poca madera, un geniecito del bosque.
El escultor pensó que era necesario un sacrificio
para poder crear un ángel, y derribó un
árbol con un nido; su cuchillo talló la
estatua de una hermosa mujer con siete alas, que se parecía
a Salomé. El escultor, contrito, mortificó
sus manos pecadoras con las espinas más afiladas
del bosque y poco a poco fue surgiendo una figura alargada,
con dos alas rígidas. Pero el escultor no creía
en ángeles severos y talló, talló
hasta que la figura fue perdiendo en majestad lo que ganaba
en dulzura y fue redondeándose y sonriendo. Pero
ese ángel pleno de leche como un recién
nacido tampoco era el ángel, y el escultor pasó
varias noches insomne, extendido en su banco de piedra,
orando, para que un ángel verdadero descendiera
hasta su corazón y sus manos pudieran recrearlo.
Ya el camino estaba cubierto de nieva y de silencio, cuando
el escultor llegó hasta el bosque y cargó
con un árbol derribado por la tormenta.
Con unción se puso a tallar una forma con algunas
reminiscencias barrocas, pero de pronto su cuchillo cortó
con la memoria y se sumergió en las zonas de la
simplicidad y la pureza. El escultor sintió que
sus manos rezaban, a su manera, y el cuchillo obedecía
a una ley. Surgió un ala temblorosa de brisa, y
la otra, leve y más fuerte que el viento: era un
ángel.
El señor cura acertó a pasar, miró
al ángel un instante, y se volvió al escultor.
-Por lo menos antes, sus santos parecían diablos,
y su Madonna, una robusta muchacha, pero este ángel
no es nada; parece un árbol, no más.
Y se fue de vuelta por el camino dialogando con las campanas
lejanas de su iglesia que llamaban al angelus.
El escultor quedó callado; una alegría secreta
le llenaba el corazón: quedó con su ángel.
-Mi ángel -decía- es un ángel. Un
día se volará
Estaba al servicio del destino del ángel y cargó
con él fuera de la cabaña, pasó un
ala por la estrecha puerta, después la otra. El
ángel se irguió frente a la ventana.
El escultor pasaba los días y las noches apostado
contra el vano, sin dormir ni comer, sólo atento
a su ángel, esperando el milagro.
Una mañana vio que el ángel respiraba hondo,
como para alistarse a volar.
-Ahora, ahora -se decía el escultor.
Pero pasó el día y el ángel seguía
ahí. Sólo a la noche, cuando salió
la luna, sus alas se agitaron ensayando el vuelo.
A la madrugada el escultor salió de su cabaña.
Dos lágrimas temblaron en sus ojos como habían
temblado las dos alas. El escultor se arrodilló
junto al ángel:
-Ha llegado el momento de la despedida -dijo-. Adiós
ángel.
Quería decir más cosas, pero no pudo hablar.
Alzó los ojos; tenía miedo de echarse a
llorar.
Su mirada se detuvo en el ángulo del ala izquierda,
que dibujaba el cielo; algo tierno y pequeño iba
creciendo, allí, algo que reverdecía, como
un brote.
El escultor, confundido, inclinó la cabeza. Bajo
el ángel, la tierra blanda se abría dulcemente
para dar paso a una raíz.
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