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EN LA OTRA ORILLA
La otra orilla quedaba demasiado lejos para poder distinguir
alguna cosa, pero Florinda sabía que en aquel lado
las muchachas reían y cantaban y estaban siempre
alegres. Si en un día de calma pegaba la cara a
la tierra, podía oír sus risas, confundidas
con el murmullo del río, pero nunca divisar sus
vestidos de sedas de colores que relucían en la
noche. No había que cargar el agua en el cántaro,
en la otra orilla, porque las mulas se encargaban de hacerlo
y los hombres daban fuertes voces para arrearlas.
En este lado del río no quedaban hombres. El Eustaquio,
que no tenía piernas, el Eulogio, tan viejo que
ya se había olvidado de hablar, y Juan, pero Juan
también se iba.
A la noche podían verse las luces, en la otra costa,
luces verdes y amarillas que se encendían y apagaban
como luciérnagas diciéndose cosas. Hasta
los pájaros cruzaban hacia la tierra de los sembrados
pero a veces caían antes de llegar y la oscura
resaca del río florecía con las alas de
colores de los pájaros muertos.
Los hombres no regresaban. Sólo a alguno que otro
solía devolverlo el río con una bala en
el costado. En cambio las muchachas volvían por
su voluntad, pero por poco tiempo; volvían para
morir. Una de ellas tarareaba una canción que había
aprendido en la casa de Rosita, en la Bajada Vieja, y
la repitió tantas veces que la canción la
oprimió, y la muerte tuvo que apresurarse para
desatarla.
Florinda sólo conocía esa canción.
La cantaba en las tardes y en las noches, y Juan quedaba
prendido y no cruzaba el río. La vieja, con un
farol de señales, gruñía al verlo
por ahí. No era hombre el que se quedaba, como
si en el otro lado no hubiera caña y cigarros,
monedas y muchachas. Pero Juan no se iba, y a la noche,
la vieja de las señales contaba las cosas tristes
que les pasaban a las muchachas alegres de la otra orilla:
hombres que traen la locura de la selva y la esconden
en un rincón del baile de la Bajada Vieja para
enloquecer a las muchachas.
Una madrugada, después de una noche de viento norte
más larga que las otras, Juan se fue. Cuando Florinda
llegó hasta el río para llenar su cántaro
no encontró la barca; sólo una pequeña
mancha blanca cada vez más lejana entre el oro
del cielo y del río.
Esa mañana, las lágrimas de Florinda resbalaron
hasta la mesa de los chipás y la vieja de las señales
y el Eulogio y el Eustaquio, después de haber comido,
cada uno, en su rincón del rancho, se pusieron
a cantar y a bailar, a su manera, como si alguna llamarada
de dolor caliente les encendiera el corazón:
El Juan ha cruzado el río,
llega a la Bajada Vieja,
el que llega no se aleja
de esa Bajada. ¡Me río!
Sólo lo devuelve al río,
algo frío, frío, frío:
una bala en la cabeza.
A veces las palabras caen oblicuamente, como la lluvia,
y cuando siguen y siguen cayendo, salpican, ensucian,
se transforman en charcos de sangre estancada: algo frío,
frío, frío. Florinda corre, corre hasta
el río, abrazada a su cántaro, pero las
palabras, como la lluvia, siempre corren más ligero:
una bala en la cabeza. La piragua está amarrada
a las tacuaras. Es lindo desatar los nudos y dejar que
resbale un cántaro, vaciado, en una piragua vieja,
vientre de barro, sin agua, en el vientre de tronco, sin
savia. Ella, Florinda, también es tronco y barro,
vacíos, sobre el río lleno, remando, remando.
El vacío, a veces, puede más que la plenitud;
la desesperación más que la esperanza.
Florinda sabe que el río arrastra hacia abajo,
pero rema hacia arriba, contra la corriente, contra la
mala suerte, contra el destino. Rema con una alegría
feroz; de esa Bajada ¡me río! Engañan
el Paraná, el Paranahybe. ¿Para dónde
va el río, curvando, engañando, estrechando?,
afluente de río, y las costas, apasionadas en la
tarde, empiezan a besarse con las copas de sus árboles,
arriba, Juan ha cruzado el río. La piragua queda
ahí, encallada, prendida a la maleza y Florinda,
curvada, cuerpo en forma de tronco, cierra los ojos. Una
canción con la voz de la selva va creciendo hasta
el río. Florinda sólo conocía la
canción de la muerte y la canción de la
burla o del rencor. Ahora escucha una canción,
simplemente.
El primer resplandor de la madrugada puede alumbrar la
huella de una canción, siempre que sea, de verdad,
el primer resplandor; Florinda lo sabe. Sus pies desnudos
tocan esta orilla que fue la otra orilla y siguen la huella
sin sendero. Ahora la voz, corpórea ya, la conduce
a una cueva bajo la barranca y las ruinas. El hombre que
canta está ahí. Tiene una cabeza noble y
una barba renegrida. El hombre se vuelve y dice:
-¿Qué hace una muchacha en la cueva del
lagarto?
-Vos no sos lagarto, señor, y yo te doy mi cántaro
si me ayudás a encontrar a Juan.
Lo dijo en lengua guaraní. El hombre de la barba
y los pájaros del monte entienden esa lengua. El
hombre ríe con su risa grande y los pájaros
se ponen a cantar.
Después, el hombre de la barba se estira, alto,
flaco, y como un tronco, queda serio y silencioso. Se
rasca la cabeza y dice, por fin:
-Y bueno.
Pone al hombro su morral y toma por el sendero. Florinda
lo sigue con su cántaro a la cabeza.
Al entrar a la picada roja él empieza a cantar
y después llama ¡Juan! con su gran voz de
barítono: Juan... Algunos Juanes acuden, desde
la selva o las chacras, y el hombre de la barba, sentado
en un tronco, empieza a contar historias mientras Florinda
da de beber de su cántaro y mira a los Juanes fugazmente,
a los ojos. El hombre toma de nuevo su morral y sigue
por la picada: ¡Juan, Juaaan...! Y se suceden las
historias: la del leñador alucinado, mordido por
la víbora, a la deriva por el alto Paraná
en la barca que lo conduce a la muerte.
¡Juan! Adelante, bajando hasta la ciudad, hasta
la plaza de la ciudad. Acuden cincuenta, cien Juanes creciendo
como el río mientras se desenredan historias: la
de dos mensú huidos, muriendo de hambre y de frío
y soñando con la muchacha del vestido verde.
Florinda pasea sus ojos huidizos, de Juan en Juan. Los
ojos resbalan y mueren de frío en esos rostros
de falsos Juanes hambrientos de historias, ávidos,
bajo el sol.
El hombre de la barba toma por la Bajada Vieja. ¡Juaaan...!
Muchachas de ojos sombreados se asoman tras las rejas
esparciendo su olor a agua de olor y a laguna y extienden
fuera de los barrotes sus miradas oscuras y sus dedos
con anillos dorados. Pero sus hombres siguen al que les
cuenta historias de locura y de muerte y no vuelven la
cabeza para decirles adiós. Los Juanes ya son infinitos.
De pronto el hombre se vuelve, y puede ver, bajo el lapacho
florecido, a Florinda, que corre para abrazarse a un Juan,
el último que quedaba en el recodo, el único
Juan del mundo, el verdadero.
El hombre de la barba vuelve la mirada hacia el río,
queda callado y se rasca la cabeza. ¿Qué
puede hacer con todos los otros Juanes, los falsos Juanes
inagotables? Un destello más oscuro que sus pupilas
renegridas enciende su mirada; podría tirarse al
río y los Juanes lo seguirían, como al flautista
de Hamelin las ratas del pueblo.
Pero el hombre queda quieto frente al río de la
tarde, de espaldas al amor; acaricia su barba sedosa y
sombría, se sienta a la manera criolla y dice:
-Les contaré mi último cuento, un cuento
que nunca podré repetir, un cuento extraño
y único, porque tendrá un final feliz.
El Paraná, un poco cansado, un poco envejecido
de tanta correría, se despereza y va llevando,
río abajo, las palabras, entre camalotes y remolinos
morados. La historia ha terminado y el hombre de la barba
se levanta lentamente, y con un gesto que se parece a
otro gesto remoto e impreciso despide a los Juanes. Pone
su morral al hombro y sigue por la picada.
Corriendo lo alcanza Florinda, se interponen, ella y su
cántaro, arrodillados, y en idioma guaraní,
irrumpe:
-¿Cómo te llamas, señor, para que
te rece?
El hombre acaricia su barba, mira al lapacho florecido,
y luego, un poco más arriba. Y contesta lentamente:
-Y... Horacio Quiroga, pero creo que es de balde, aunque
reces.
Y sigue por la picada, cantando.
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