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"LA NIÑA PANCHITA"
Desde criatura solía llegarse a la estancia, con
la medio-hermana. Y decir criatura no es lo que le cuadra;
la niña Panchita siempre fue así de blanca.
A lo mejor era por ella que el guacho tenía esa
costumbre de apartarse de las cocinas y andar por ahí
dando vueltas alrededor de las casas. Costumbre fea, porque
a naides le gusta que le claven la vista cuando cree que
está solo, sea despierto o dormido. Y el guacho,
a veces, hasta pegaba la frente contra el vidrio de la
puerta, los ojos como pozos secos. Don M. Z., que no aguantaba
pulgas, abría de golpe; claro que no hacía
más que írsele encima con el rebenque, y
cualquiera que no fuera el guacho hubiera disparado, pero
el chico se quedaba y don M. Z., no tenía otro
remedio que castigar, después de tanto alboroto
y tanta amenaza, calcule que nunca falta quien se entretenga
observando desde el rancho de la peonada, y el patrón
no puede dejar de actuar como patrón, sobre todo
después de haber gritado que ya no hay respeto
y que los guachos son peor que la aftosa.
Una mañana, que el casco estaba solo -era día
de marca- divisé al guacho, encorvado sobre la
tranquerita que da a las casas: tajeaba la M. Z. con un
machete. Cuando me apercibió quedó quieto,
mudo, y largó la mirada esa, como de sed. A la
semana, no más, se fue del campo.
A la primavera siguiente, la niña Panchita, que
era ahijada de la finada, llegó a la estancia.
La niña Panchita se estaba modosa en los corredores,
con el bordado entre las manos. Dicen que bordaba la M.
Z., no más, en sábanas y manteles. Don Marcelino
Zaldarriaga ya iba para viejo y tenía por la niña
un cariño paternal, y algunos dicen que algo más.
Siempre hay mal pensados cuando una muchacha es así,
como la Panchita, con ojos de carbón pero entornados,
y redondita de formas. Las Alzogue fueron las chinas más
lindas del otro lado del Lucas y solían tener el
lunar, bajo la oreja. La niña Panchita también
lo tiene, como su merced puede apreciar.
Hará unos cinco años, si su merced no recuerda
otra cosa, se pudo ver por Montiel a un tal Abelardo Socas,
domador. Aunque ya había terminado la doma solía
arrimarse por la M. Z. Tarde, una noche, cuando todos
parecían dormir, se allegó hasta las casas,
y don M. Z. le azuzó los perros. Fue cosa de no
creer, porque los perros de la estancia siempre andaban
ladrando sin dañar ni a turco ni a cristiano. Pero
al Abelardo Socas lo encontramos a la madrugada, estrangulado,
con marcas de colmillos en el pescuezo.
La estancia ya no fue la misma: por semanas la niña
Panchita no apareció por los corredores. Al volver
del rodeo, un mediodía, don M. Z. quedó
tieso y torcido. Lo acostamos: parecía que no podía
mover los brazos, pero a los tres días, en su cuarto,
se oyó un disparo. Había despenado al perro,
a Leal, que quedó, como siempre, enroscado a los
pies de la cama. A la noche llegó el cura desde
Maciá. Don Marcelino Zaldarriaga murió como
cristiano al amanecer.
Nadie hubiera creído que la niña Panchita
iba a ser la patrona de la estancia. Se la sabía
ver a la tardecita en la mecedora de la finada, mirando
lejos. Yo me hacía que no iba a quedarse, pero
quedó. Nunca se sabe, con las mujeres; siguió
bordando la M.Z. en manteles y sábanas.
Su merced ya sabe que el guacho volvió hace cosa
de seis meses. Fue derecho a las cocinas. Hasta a los nuevos
les trajo zonceritas de plata. Aura, quién diría,
era doctor, su nombre: Eleuterio Fernández, y venía
por el asunto de los bañaderos. Estaba por pasar
la inspección y había que limpiar de garrapatas:
la M. Z. queda, justo, donde empieza la zona semilimpia.
El guacho sabía el monto de las deudas; creo que
se hizo cargo de los préstamos.
Recién al tercer día se arrimó a las
casas. La niña Panchita estaba en el corredor, sentada
en la mecedora, con una flor de mburucuyá entre las
manos, como si contara los clavos y la corona de espinas.
El cielo de la tarde parecía derramársele
encima. Para hacer tiempo, me puse a recordar los otros
tiempos, pero me encontré que no había más
recuerdos que los rebencazos del patrón, el domador
Abelardo Socas, el perro despenado, o la niña Panchita,
con la palmatoria en la mano y su sombra como un gran murciélago
en la pared de su cuarto, bajo la cruz, detrás de
la otra cruz de los barrotes de la reja. Pedí licencia
para volver a las cocinas, donde se puede cavilar a gusto.
Ellos quedaron.
Luego de unos días, el cuarto de don M. Z. se llamó
el escritorio; el Eleuterio había traído unos
libros grandotes que puso sobre la mesa, pluma y tintero.
Es difícil saber qué piensan las mujeres:
la niña Panchita seguía modosa con su bordado,
mientras el Eleuterio mangoneaba la estancia. Hasta para
hombres es engorroso entenderse con papeles, y más
para mujer. Si el guacho era el patrón de la M. Z.,
a mí no me incumbía. Para el tropero, decir
patrón es decir el monte o el río. Cuando
hace falta voy al encuentro de ese patrón que todo
hombre necesita y recibo mi pago, aunque vuelva a la M.
Z. con las pilchas medio deshechas; su merced ya sabe que
cuando se es baqueano, hasta la mala suerte sirve.
Pero al Eleuterio, caray, las suertes se le daban. Eso sí,
no fijaba la vista, al mandar, como si su única mirada
fuera de guacho y tuviera miedo de que la descubrieran.
Parecía obedecer a una voluntad más dura que
patrón, y su cuerpo era su propio perro. Al notario
le ofertó un asado con cuero, después de las
firmas. Fiesta de mucho vino y ginebra, pero sin guitarra
ni acordeón. Los mensuales alegaron que los instrumentos
se habían estropeado, el alcalde no apareció
y la niña Panchita se encerró en su cuarto.
Yo me estaba retirando para las cocinas cuando el nuevo
patrón se me vino casi a los brazos. O, a lo mejor,
era por efecto de la bebida, porque se achicó a lo
guacho y contó que había pasado hambre y desvelos
para llegar a este día de patrón, para que
la M. Z. fuera su estancia, pero a esas letras las iba a
achurar, y a las vacas de cría las iba a carnear,
una a una. Me lo saqué de encima y ya me iba retirando
cuando el guacho empezó a hacer pucheros, quién
diría, porque la niña Panchita lo despreciaba:
-Si para ella no basta una estancia le daré las linderas,
que están todas medio hipotecadas -dijo.
Al otro día, en la M. Z. se supo que la niña
Panchita se volvía para el otro lado del Lucas.
El Eleuterio andaba boleado, con ojos de fiebre, guacho
otra vez, dando vueltas alrededor de las casas. Así
siguió unos días. Una tarde me llegué
al escritorio, como tenía convenido a esa hora, y
divisé a la niña Panchita, ahicito no más,
apoyada contra la puerta de su cuarto, en la galería.
Estaba hermosa aunque pálida, y los ojos renegridos
parecían rejuntar todas las penas de los campos y
los poblados. Blanca debe ser la mujer, como ella, para
aclarar el alma del varón que a veces necesita lavarla
de tanta ambición y soberbia. El Eleuterio se le
acercó, como de un salto; parecía con hipo.
Se arrodilló, escondió la cara en la falda
de ella y le besó el vuelo del vestido. Dijo cosas:
-Yo lo hice porque quería ser su igual, porque quería
casarme con usted, porque la quiero, niña Panchita,
niña Panchita, no me eche de su lado, seré
su peón, su perro. Y la estancia se la doy, se la
regalo... por nada... niña Panchita...
Yo me fui alejando porque no me gusta oír lo que
sólo a Dios le pertenece.
Al rato, el Eleuterio se vino por las cocinas, tembloroso
y sudado:
-A la madrugada vaya a buscar al notario otra vez. ¡Vaya,
don! Ella parece que acepta, la niña Panchita...
Bicho raro, el hombre. Puro empuje y audacia hasta que le
llega la mujer que le cuadra; entonces, cualquiera se vuelve
guacho. Es la mujer la que debe cuidar del varón,
para que no se salga de madre, como el río.
La saltona, que había amarilleado el monte, ya se
iba yendo para las chacras del lino. Yo también aprontaba
el recado para la madrugada. De repente oigo los pasos sin
ruido de la niña Panchita. Me quedé sin respiro
en el oscuro, pero ella se acercó y se quedó
ahí: casi podía oler la negrura de su pelo,
pero, a lo mejor, eran los paraísos que andaban floreciendo.
Tal vez ella quiso decirme algo, y yo quería que
me lo dijera, quería ayudarla, pero atropellé
con un En qué puedo servirla, niña Panchita,
y eché todo a perder. Ella tenía los ojos
brillantes, miraba cosas que los demás no podemos
divisar, y contestó como distraída:
-Para mañana enlace el alazán de don M.Z.
y déjelo ensillado acá en los paraísos.
Todavía quedó ahí, quieta, la mirada
adentro de la noche. Pero chilló una lechuza y ella
se volvió para las casas.
A la madrugada tomé el camino hacia Maciá.
Apalabrado el notario, pegué la vuelta esa misma
tarde y a la nochecita ya estaba bajando la cuchilla grande
de la M. Z. Son más noche esas noches, cuando la
luna se está en su casa. El sendero y los atajos
iban quedando atrás, pero el tropero pasa de largo
con sus anteojeras de orgullo, y el presente y el humo de
ayer y de anteayer son un mismo gajo demasiado seco para
formar otro plantel. El monte era una tropilla oscura, sin
cencerro. Dicen que hay que silbar para ahuyentar a las
ánimas. Yo no silbaba. No había salido ninguna
estrella todavía.
Se levantaba un vapor espeso, tal vez para disimular el
galope de tanto huido que anda por ahí, entre los
vivos y los muertos. Debe ser triste la muerte, hasta acostumbrarse
al silencio. Mi tordillo se paró, de repente. Una
voz de hombre o de río se arrastraba con el viento;
sólo una palabra se distinguía, pureza, o
sos la pureza. Después, nada.
Hasta para el tropero es larga la noche cuando se espera
y no se sabe qué. No es la madrugada, ni llegar,
sólo esperar, no más.
Un grito de mujer atravesó las cuchillas. Era eso,
entonces. Seguí la huella del grito y me interné
en Montiel; mi caballo agarró derecho por entre los
espinos. Dos alazanes atados a un algarrobo: el de don M.Z.
y el otro. Desmonté y saqué el machete para
abrirme paso por la espesura cuando reventó una voz
de macho emponzoñado:
-¡Perra!
Tal vez había salido el lucero, porque en un abra
la vi, la espalda blanca, y ella, boca abajo, sacudida por
un temblor. Después sólo esa blancura, la
espalda de ella, y sobresaliendo, el cabo de un facón
clavado adentro, casi rozando una cicatriz vieja, la marca,
M. Z., hecha a fierro, la marca, como en las terneras.
A la otra figura o sombra la vi después; como un
tronco de árbol largo, oscuro, se estaba ahí,
mudo. Despacio, con cuidado, desclavé el facón
de adentro de la blancura. Casi limpito se lo alcancé
a la sombra. Esperé un momento: yo empecé
a machetear. La sombra cayó, desangrándose
entre las raíces. Era el guacho, más guacho,
aura. Le volví la espalda y me puse a cavar. La tierra
cubre la blancura y cubre bien.
Vea, señor juez, si no hablé antes es porque
resulta lo mismo si su merced cree que fue el guacho o que
fui yo. El ánima del guacho debe andar huida por
Montiel y así seguirá. Yo... eso a naides
le importa. Pero su merced, señor juez, no debiera
haber mandado desenterrar lo que la tierra ha cubierto.
Ningún hombre debe ver lo que aura mira su merced.
Se paga demasiado caro. Quien ha visto la M. Z. marcando
la espalda de la niña Panchita, la verá siempre,
en las cuchillas o en el tajamar; en los refucilos o en
los ojos de su hija, porque, señor juez... esa marca,
marca.
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