LUISA MERCEDES LEVINSON: LA ENGAÑOSA DEBILIDAD DE LAS MUJERES.

Por MARIA ROSA LOJO

En los cuentos de luminosa textura de Luisa Mercedes Levinson, los personajes nos hablan como si llegase de un sueño: presencias, sonidos, murmullos, contactos, visiones, aparecen magnificados y potenciados: intensamente próximos y a la vez ajenos y extraños, guardando la distancia propia de seres de otro mundo. Parte de la paradoja de estos seres, de su cercana ajenidad, proviene, seguramente, de las subversiones mágicas del lenguaje poético, que caracteriza, como una marca inconfundible, la escritura de la autora. Pero su provocativa extrañeza dimana también, por qué no, de la terca oposición que estos personajes manifiestan a doblegarse ante estereotipos previsibles, a actuar según lo marcan las convenciones y la tiranía del "lugar común". La anomalía destaca y se hace especialmente notoria en la inesperada conducta de las mujeres, seres engañosamente débiles, víctimas pero también temibles victimarias, que terminan dominando las mismas situaciones en las que se hallaban presas. El protagonismo femenino predomina por cierto en los cuentos de Levinson, y le permite a la narradora desplegar, desde adentro, los más sutiles y diversos matices de una condición individual, que transporta a sus mujeres más allá de los clichés que habitualmente construyen el género. Empezaré por referirme, particularmente, a algunos cuentos de su libro La pálida rosa de Soho.
Uno de sus más conocidos relatos es, sin duda, "El abra", siempre presente en las antologías y frecuentemente comparado (como se hace cada vez que se desea halagar a una escritora) con la obra de un colega varón prestigioso al que Luisa ciertamente admiraba: Horacio Quiroga. La protagonista de "El abra" no tiene nombre. Sólo tiene un dueño, don Alcibíades, el patrón de estancia, que la ha traído de un prostíbulo de Oberá como se trae una mercancía, y que la conserva en su casa para un específico uso sexual. Durante el día, la mujer está tendida en una hamaca paraguaya. Ciro, un peón, que también la desea, atiende sus necesidades. Por las noches, don Alcibíades la carga y se la lleva a su dormitorio. No la llamaba -dice la narradora-"por ningún nombre, solamente eh, decí, mirá." (32). En el desbordante paisaje tropical, la vida de la mujer en la hamaca, es, sin embargo, de una aridez extrema. Nunca salen del abra. Ni una guitarra, ni un perro, los acompañan. Ella se abanica eternamente, con los ojos sombreados de kohl, y la hermética expresión de su cara impide asomarse a cualquier intimidad: "era igual a la de muchas mujeres que se encuentran en el pueblo o las ciudades: una máscara de melancolía o de tedio, y detrás de la máscara, nada." (p.32).
Sin embargo, la mujer sin nombre, pequeña y maciza, estancada en la pasividad física, limitada a una supervivencia animal, conserva recuerdos, e incumplidos deseos: "Ella hubiera creído que ese hombre barbudo, con ojos muertos, movimientos rápidos y una rastra emparchada de plata, la hubiera llevado a ciudades con ferias y ruedas que vuelan por el aire, o a campamentos donde se escuchan las fanfarrias lejanas, y la caña, en cantimploras, rueda de boca en boca, suavemente hinchada por los votos secretos de muchos hombres, al amanecer." (32). También conserva sentimientos profundos: el asco, y el odio, hacia el que la ha comprado, y que resurgen, triunfantes, en la aparente exacerbación de la derrota. El patrón la ha sorprendido con Ciro, su peón-esclavo. Ha matado a Ciro y ha atado a la mujer sobre la hamaca con su lazo. La tiene a su merced, y se dispone a desatarla para satisfacer su deseo en una renovada dominación, pero ignora (o subestima) el odio de la mujer, y olvida que ella tiene un arma: un revólver, con el que se entretiene disparando sobre las culebras. Ella no espera ni aún a ser desatada: hace fuego sobre el dueño, con la única bala que queda en el revólver. Se libera del odio, en una paz duradera: "algo estaba cumplido, saciado", y empieza a liberarse también de la hamaca, royéndola con los dientes.
"Los dos hermanos" cuenta otra rara historia de insumisión. Otto Kluger y su hermana Frida, antigua cantante de ópera wagneriana, viven aislados, en una chacra de la provincia de Misiones. Otto se ha casado con la joven mestiza que los sirve para ahuyentar las murmuraciones de sus compatriotas. Éstos presienten lo que verdaderamente ocurre: el incesto entre los dos hermanos. Encarna, la sirvienta, que "ahora tiene papeles y marido" parece conforme con un destino relativamente cómodo: se ha acabado la miseria, se viste con las blusas de seda y las enaguas que le regala Frida, Otto Kluger no ejerce sus "derechos conyugales". Sin embargo, piensa en una rebelión. Una noche les franquea el paso a Rosendo --el mestizo que la corteja-y a los hombres que vienen a saquear la estancia. Todo hace suponer que Encarna se fugará con Rosendo una vez que se consume el robo y que den muerte a los dos hermanos. Por momentos, se siente condenada a repetir el destino de su madre, que lo ha perdido todo, hasta la vida, por seguir a un amante: "Lentamente va tomándola y estrujándola el antiguo, espeso deseo por volver. Por fin es ella misma, Encarna, la de verdad, y quiere llevar fardos a la cabeza y estar sometida a su hombre y tener chicos. Su sangre es una creciente que va colmándola, inundándola, ya." Pero Encarna, en medio de la masacre, cuando ya han asesinado a Otto Kluger, y se aprestan a violar a Frida Kluger, cambia bruscarmente de idea: ya no es una desposeída, jueguete del deseo y la voluntad de otros. Tiene papeles, y por lo tanto, nombre y propiedad; se ha liberado de la atávica sujeción de clase y género: "La voz de Encarna va creciendo. (...) Ella se fortalece al chillido de su propia voz.. Siente que la palabra papeles pesa como otro cuerpo sin pechos y sin sexo adentro de su cuerpo, pero con plomo en los pies." (p. 47).
Encarna se niega a seguir a Rosendo, y a entregar a doña Frida, que parece haber perdido la razón, y que ahora envejecerá "dignamente", bajo sus cuidados. Ella es ahora la dueña, de los campos, de la casa, del secadero, y su genuino poder se disimula tras de los ojos de "tabaco dulce" y los antiguos gestos de la servidumbre.
No menos curiosa es la historia de "La Isla". Eurídice, la eterna novia de Jorge (ex aspirante a médico, y hombre de fortuna), ha hecho una vida recatada y convencional. Se ha mantenido virgen, atendiendo a su padre en un modesto piso de Barrio Parque, mientras Jorge, despreocupado, pasea por el mundo. Cuando el padre de Eurídice muere, Jorge, cansado de aventuras, y consciente ya de su amor definitivo, le propone matrimonio. Ella pide que esperen hasta que se cumpla el año de luto, y comienza a preparar su ajuar. Descubre entonces, mientras se prueba una prenda, unas sospechosas manchas rosadas. El diagnóstico parece increíble: lepra, y Eurídice atribuye la transmisión de la enfermedad a la mordedura de un papagayo que su novio le ha traído, años atrás, de un viaje a Fernando Póo. Sin consultar a Jorge, decide entonces internarse en un leprosario, situado en una isla. Jorge, empero, la sigue, se casa con ella de todas maneras y se queda en el leprosario, para cuidarla y asistir también a los otros enfermos con sus conocimientos de Medicina, que se propone incrementar. Hollywood terminaría aquí. Pero el cuento de Levinson sigue... A todo esto, la enfermedad de Eurídice no avanza. Por otro lado, su belleza y su bondad conquistan a los leprosos, que la siguen con adoración como si se tratase de un ser superior. Eurídice, que hasta entonces había vivido para el amor de Jorge, y había languidecido esperándolo, comienza a creer en un destino propio: "...ella tenía una misión que cumplir, una misión, una misión." (p. 61). "Pero su misión no era junto a Jorge, no era para Jorge. A su lado se perdía en él, se diluía, pequeño mar recibiendo caudaloso río. No, ella debía crecer para darse a los necesitados, a los necesitados como ella. Agrandarse para ellos. Estableció tres días por semana para leer en voz alta a los asilados." (p. 61). Pronto, Eurídice comienza a ser venerada como una santa y hasta cobra prestigio de milagrera. Las mujeres de la costa llegan para verla. Jorge, al principio orgulloso de su esposa, comienza a sentir celos. Eurídice puede prescindir de él. Además, no sólo da. Recibe algo de los otros: algo que la fortalece y la engrandece: "Devoción o amor, tal vez, y ella lo incorporaba a sí, se nutría de eso, como si la marea de una misma circulación los fortaleciera a todos, a los monstruos y a ella. La sintió extraña, ajena." En efecto, Jorge ha perdido la mansa disponibilidad, y la exclusiva propiedad de su mujer, que dependía de él en su desamparo. Sus fantasías lo confirman: "Si por lo menos Euri estuviese siempre a su lado en esas interminables recorridas por los pabellones, si pudiera comprimirla y ponerla en un tubito, en el bolsillo, como a una aspirina y tragarla cuando se sintiera muy deprimido. Porque él también era humano, caramba." (p. 63).Los leprosos corresponden con un franco odio al rencor de Jorge, hasta que un día lo hieren de una pedrada. Eurídice, hondamente conmovida por lo que considera un desmesurado sacrificio de su marido, le propone que vuelvan al mundo exterior, ya que ella está casi curada. Una noche parten juntos, con sus valijas en la mano. Un bote los espera. Pero se ha corrido la voz de esa cuasi huida, y los leprosos intentan interceptarlos. Atacan a Jorge, que les lleva a "la niña Euri". Jorge se defiende ferozmente, sin piedad alguna. Luego, empieza a disparar al aire. Entonces la protagonista tiene una visión decisiva y reveladora: "Euri lo vio como si hubiera sido la primera vez que lo mirara, él, Jorge, colérico y hermoso como un dios extraño, tan alto, tan fuerte contra todos, tan claro contra la noche, sin condescender, solamente un dios, limpio y cruel contra ese mundo oscuro, sucio, con isla caliente y río resignado y hombres marcados de ojos hambrientos. Lo vio como a un extraño, asqueado y sólido, sobre todo, sólido; ninguna de las miserias o apremios o desesperaciones podían penetrarlo. Él era demasiado fuerte para entender, demasiado macizo para entremezclarse a ese mundo vulnerable." (p. 67) En ese momento Eurídice --que no en vano deriva su nombre del mito-- toma partido por el mundo de los excluidos, de los parias, que para los otros, los "normales", es el repulsivo reino del caos, la oscuridad, el infierno. Jorge pertenece al mundo exterior, más allá de la isla, a la "tierra encadenada, enconada, sólida". Detrás de la pasión, la ternura, la bondad, cree ver, agazapada, la mueca del asco. "Sí, él podía prodigar todo eso porque era sano y hermoso, pero ella, ella, nunca pudo darle más que lástima, por más que se esforzara y se desesperara por arrancarle una sonrisa o un poco de inquietud..." (68). No es Jorge el que, como Orfeo, pierde a Eurídice. En un acto de suprema voluntad ella lo expulsa del infierno que ha elegido, y donde puede florecer lo más profundo y valioso de sí misma: "algo que no les había dado todavía, algo de que no había hablado, y no sabía hablar aún." (p. 68). De ahora en más, les contará historias cada vez más largas. Tal vez no ya las de los grandes autores -Borges o Quiroga- que antes les leía, sino otras, acaso inventadas por ella, y que parecen "Lindas historias de Dios que sucedieron de verdad". Ya no mirará al río, por las tardes. Ha cortado los hilos de la dependencia en un camino de liberación interior: "Serapio, el que no tiene ojos, agregó: --No hay más río. Isla, no más." (p. 69).
Estas mujeres de cuento, profundamente incorrectas, desmienten sus papeles fijos en el melodrama sentimental, escapan a las garras del profesional seductor de ingenuas vanidosas, como en "La represa" (La pálida rosa...), o a la voluntad pigmaliónica del gran científico, empeñado en construir una entelequia femenina a su medida ("Edayeh...", de Las tejedoras sin hombre). Contra todo lo esperable, no se suicidan después de ser atrozmente traicionadas: aunque lo piensa, Lila Bell no sigue los pasos de otra irlandesa, Elisa Brown, arrojándose al Río de la Plata; deja que el tiempo y oportunos viajes a Europa, hagan su obra de consuelo, a tal punto, que, años después ni siquiera reconoce al amor que pareció haber destrozado su vida cuando lo tiene enfrente ("El otro amor de Lila Bell", Las tejedoras...). A veces, artistas frustradas como el fantasma de la Ópera, se vuelven malas, igual que él, ante un amor imposible y -en un último ejercicio del arte-- asesinan a su rival con las manos carcomidas por el ácido ("La muchacha de los guantes", Las tejedoras...). Y si son míseras trabajadoras de burdel, están a un paso de lo sublime: siempre a punto de transfigurarse en vírgenes,en reinas o en ricas burguesas al pasar al lienzo, aunque se resisten, como Úrsula -que quiere tener una granja y cinco hijos rubios y morenos-a caer en la trampa de espejos y proyecciones metafísicas con que las tientan los pintores.
En todo caso, las mujeres de Luisa Mercedes Levinson, son como ella, tercamente rebeldes a la voluntad de los otros, y decididamente inolvidables. No se limitan a dejarse soñar. Desde el desvalimiento más absoluto, tras su máscara de vacío, a la intemperie, o en los márgenes de la ciudad y de sociedad, oprimidas o mendigas, defienden sin embargo sus odios, sus deseos, sus sueños propios. No transitan vanamente por los textos de esa "tejedora que nunca tejió un suéter", pero sí, en cambio, urdió las imágenes de las damas de la luna que parecen pobres prostitutas para los ojos profanos, pero que los niños solitarios ven resplandecer en la oscuridad ("La casa de piedra").


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