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PROLOGO DE CUENTOS COMPLETOS.
VOLUMEN II
Editorial Corregidor / 2004
Por LEOPOLDO BRIZUELA
"La obra maestra de Luisa Mercedes Levinson fue
ella misma", sentenció Marco Denevi en 1988,
a la muerte de la escritora, expresando a la vez una agudeza
y un lugar común. Capelinas y chales vaporosos,
medallones vagamente esotéricos y una cohorte de
"gatos clarividentes"eran algunos de los rasgos
inconfundibles de una mujer que había rechazado
el mandato contemporáneo de ser ella misma para
"inventarse" como a uno más de sus personajes
de ficción. Centro de un salón legendario
que Fernando Alegría llamó "el Bloomsbury
porteño", sus propios gestos tenían
una teatralidad divertida y cargada de sugerencias, sofisticada
y candorosa a la vez. Un dato en especial contribuía
a su leyenda: Levinson era el único autor, aparte
de Adolfo Bioy Casares, con quien Jorge Luis Borges había
escrito a dúo una ficción, el cuento La
Hermana de Eloísa, que, nunca reeditado desde 1955,
sigue circulando en fotocopias como una verdadera obra
de culto. Sin embargo, personaje y leyenda opacaban la
importancia de una obra que, en su momento, había
obtenido elogios únicos de Saint John Perse, Roger
Caillois o Francis de Miomandre. La publicación
de los Cuentos Completos de Luisa Mercedes Levinson, permite
redescubrir esa escritura fulgurante en toda su complejidad,
ponderar la evolución de una poética "excéntrica"
en el mejor de los sentidos, y sobre todo, apreciar una
concepción de la propia identidad, que, aunque
incomprendida por la mayoría de sus contemporáneos,
se revela muy cercana de la última Silvina Ocampo,
de Marosa di Giorgio, y hasta autores más recientes
como César Aira.
En Ursula y el ahorcado (1981), una suerte de autobiografía
ficcional, Levinson desbarata toda acusación de
frivolidad situando su "verdadero nacimiento"
en 1949, como consecuencia de una tragedia privada. De
su vida anterior, empezando por su nacimiento "en
uno de los primeros lustros del siglo" y en una Avenida
de Mayo donde, según Borges, "nadie"
nacía nunca, Levinson brinda datos escasos. Hija
única de un odontólogo norteamericano y
de una catalana que eligieron Buenos Aires como una especie
de puerto neutral, paraíso de cosmopolitas, la
mirada de Luisa Mercedes Levinson fue siempre la de una
extranjera, o por lo menos, la de una outsider: uno de
esos seres solitarios, profundamente deseosos de integrarse
a una sociedad, pero que lo logran menos por la relación
directa con sus gentes que por el consumo ávido
de sus manifestaciones artísticas, las cultas y
en especial, las populares -de las que esa Avenida de
Mayo era uno de los epicentros notorios. En este sentido,
es notable la importancia que tienen en los relatos Levinson
los espacios de la sociabilidad del Buenos Aires de antes,
como el corso de su avenida donde conoció a su
primer marido, el médico Pablo Francisco Valenzuela,
o los tés danzantes donde conocería al segundo,
Guillermo Klappenbach ingeniero y director técnico
del diario La Nación; pero también, los
espectáculos teatrales que inspiran, por ejemplo,
capítulos enteros de la saga criolla A la sombra
del búho, o los números del varieté
español, siendo el cuento El mito, de 1977, la
reescritura del pasodoble El Relicario que, en los años
veinte y a pocos metros de su ventana, pudo haber cantado
la tonadillera Raquel Meller.
Como en el caso de tantas hijas de la burguesía
porteña, y por razones de salud, la educación
de Levinson quedó en manos de institutrices extranjeras;
como las hermanas Ocampo o María Rosa Oliver, por
ejemplo, Levinson debía a sus institutrices una
formación que combinaba zonas de deslumbrante sabiduría,
y hasta erudición, con zonas de ignorancia insólita;
una incurable inadecuación a la comunidad ya homogeneizada
por los dictámenes de la educación pública
y, al mismo tiempo, una gran originalidad de pensamiento.
La temprana inclinación por la música, la
afición a hacer y leer versos, que para nosotros
son marca temprana de una "diferencia", deben
de haberse entendido como los frutos deseables de este
tipo de educación, "adornos" de una imagen
convencionalmente "femenina" bajo la cual nadie
adivinaría una inquietud como aquella que, en las
vacaciones estancia familiar -y según lo narra
otro cuento de 1977- percibía en el paisaje y en
el erotismo de sus habitantes nativos, como la "amenaza
de la América profunda en medio de ese cuadro pintado
por Corot". Sus primeras obras literarias, publicadas
con seudónimo, están sujetas a los cánones
de la "literatura femenina" de la época:
versos, relatos "rosas" y, hasta un consultorio
sentimental, Secreteando con Lisa Lenson, pero otras veces,
sí, a seres reales, completamente ajenos a su mundo,
de los que incluso se volvió una suerte de líder,
como la muchacha porteña que lee en La isla lee
a los leprosos cuentos de Horacio Quiroga. En este marco
se produce la tragedia de la muerte de su hija mayor,
Helena, de veinte años, "un pozo" que
se le presenta como un enigma insoluble y del que sólo
logra emerger, inesperadamente, por la escritura de un
sueño propio; sorprendida, Levinson advierte que,
aun cuando la historia no tenga nada que ver con ella,
la propia escritura esboza una respuesta; y lo que pareció
ser un acto casi automático se vuelve trabajo obsesivo
y da por resultado su primera novela, La casa de los Felipes
(1951), que revela, ante el atónito mundo literario,
un "mundo secreto" turbulento y absolutamente
personal.
Sin salir de la cama hasta "la hora de recibir",
rodeada de libros y papeles y hojas manuscritas, la Levinson
de esos días hacía pensar en "un ser
trocado": alguien que ha abandonado la vida por la
literatura, o, según los términos más
convencionales, alguien que quiere "evadirse de la
realidad" por una ficción que nunca aspiró,
es cierto, a ser "realista" ni mucho menos,
"confesional". Pero la verdad era más
compleja. En ese proyecto nuevo "le iba la vida",
sí, porque intentaba, no la reconstrucción
de la mujer que había sido, y a la que sabía
perdida para siempre, sino la forja por la escritura de
una nueva personalidad, menos negada a sus propios misterios;
una subjetividad diferente, en fin, que pudiera asumir
sus dolores, dejarse forjar por ellos, gracias a la claridad
de la poesía y la energía vital que ésta
convoca. Como sea, en las primeras declaraciones a la
prensa y en algunos tempranos escritos autobiográficos,
Levinson prefería dar mayor importancia a la colaboración
con Jorge Luis Borges, de quien habría aprendido
"el arte de corregir". "Y lo aprendió
nomás", escribe Luisa Valenzuela, segunda
hija de Levinson, "ya que inmediatamente después
Lisa escribió El abra, su mejor cuento, o al menos
el más antologado", el que hace decir a Saint
John Perse: "una obra maestra de pasión. Es
el cuento que más me ha conmovido de cuantos he
leído sobre la América Profunda".
Ahora bien, desde el momento en que El abra, esa tragedia
montada en un claro de monte misionero que hace pensar,
de inmediato, en aquella isla de la estancia familiar;
desde el momento en que El abra no es, digo, una obra
borgeana -a menos que se considere su vago parentesco
temático con obras "menores" de Borges
como El Muerto o La Intrusa-, parece más adecuado
suponer que Levinson aprendió, en aquellas largas
y divertidísimas sesiones de trabajo con Borges,
más que una serie de preceptos retóricos,
una manera de narrar atendiendo a la "masa sonora"
del lenguaje, a la precisión de sus sonidos y sobre
todo, de sus silencios, esa "economía"
que nosotros asociamos a la prosa borgiana y que, en verdad,
ya puede verse en todas las piezas del primer libro de
cuentos de Levinson, La Pálida Rosa de Soho. En
este volumen, publicado en la Editorial Claridad en 1956,
la crítica coincide en advertir "una obra
maestra", el cuento mencionado, y la "disparidad"
como característica general. De hecho, los títulos
de las secciones creadas por la propia Levinson -"Cuentos
del litoral", que evocan la atmósfera de Horacio
Quiroga, "Breves historias fantásticas",
más cercanas, estas sí, al mundo de Borges,
e "Historias sucedidas", que se mueven dentro
de los marcos de la "literatura para mujeres"-,
subrayan deudas equivalentes con diversos géneros,
una pluralidad que, como sugería la propia autora,
no debía entenderse como veleidad o indecisión,
sino como fidelidad a todos los géneros que la
habían forjado, a todos los lenguajes en que podía
nombrarse a sí misma, así como, naturalmente,
"escribo con varios tipos de letras, de acuerdo con
todas las personas que soy".
Sin embargo, el análisis más interesante
que propone La pálida rosa de Soho, es el de las
coincidencias entre las distintas narraciones; y entre
éstas, ninguna más notoria que esa secuencia
en que todos los protagonistas, pertenezcan a uno u otro
mundo, reciben una misma revelación -acaso idéntica
a la que Levinson recibió en la "tragedia
familiar" de su "segundo nacimiento": la
revelación de la cultura, de toda cultura, como
un orden precario, un campo de fuerzas que apenas se mantiene
en momentáneo equilibro, amenazada por todo lo
que no puede ni significar ni comprender. Se trata e una
experiencia erótica y tanática a la vez,
y en la que el lenguaje -como el delirio febril de la
protagonista de El Abra o el monólogo interior
"sanguíneo" del doctor Varangot en El
hijo- se desboca rompiendo las ataduras de la lógica
y la sintaxis, invadido de una fuerza que proviene del
misterio y es a la vez energía sexual y fuerza
cósmica. Se trata, por último, de una tragedia
privada, pero que -como en La Familia de Adam Schlager
y todavía en Sumergidos, su último cuento,
de 1981- desencadena naturalmente consecuencias políticas,
en tanto quita legitimidad a un orden patriarcal, mostrándolo
aberrante porque no reconoce su límite en el Misterio,
porque desafía e intenta suplantar a lo sagrado.
Ahora bien, si La pálida rosa... parece el fruto
de una obsesiva voluntad de aprendizaje técnico,
Las tejedoras sin hombre (1967), el siguiente volumen
de cuentos, alcanza sus momentos más altos cuando
Levinson se anima a combinar, dentro de una misma historia,
técnicas y modos de géneros distintos, armas
provenientes de estratos opuestos de una misma cultura
o aun, de culturas enemigas, que hacen del texto un campo
de batalla. El resultado, nuevamente, es dispar en todos
los sentidos, pero no ya por impericia de escritora primeriza
ni por acatamiento de las fronteras de cada género:
se trata, simplemente, del precio pagado por una audacia
creativa cada vez más ilimitada, por la pura osadía
en la experimentación. Edayeh o la substitución
de la substitución, por ejemplo, es un delicioso
cruce entre las preocupaciones del "cuento femenino"
al estilo de aquellas revistas en que Lisa Lenson colaboraba,
con un planteo al mejor estilo de Borges, o más
precisamente, de Bustos Domecq, ya que la dupla de protagonistas
masculinos es parodia evidente del binomio que el "Maestro"
integró con Bioy Casares. Suerte de arte poética
velada, sutil cuestionamiento al papel del erotismo en
la prosa masculina de la época, Edayeh... incluye
perlas de sabiduría ("La energía vital
tiende al desorden que lleva a la muerte. La supresión
del desorden resta energía y paulatinamente lleva
también a la muerte. Hacer prevalecer la energía
con todas sus gravitaciones sin turbar el orden universal
y personal era una de las motivaciones de G.1." ),
entremezclándolas con audacias apenas camufladas
por la levedad del tono, como la demoledora frase final:
"es un sabio un poco sonso". Miedo a Valparaíso,
acaso el mejor cuento de Levinson después de El
abra, entrecruza otro motivo de la "novela femenina"
-la "escapada" de una mujer burguesa -, con
el tópico fantástico del doppelganger, sólo
que, en este cuento, la "doble" está
dentro de ella misma, es una personalidad secreta que,
al aflorar, y a diferencia de Mr. Hyde, se funde con la
personalidad superficial dando a luz a una tercera, modificando
su percepción del mundo y por lo tanto, el propio
universo ficcional.
Las tejedoras sin hombre, el cuento que da título
al volumen, merece atención especial: aunque ambientado
en la región minera de La Rioja, se emparienta
claramente con la serie de los "Cuentos del litoral"
en su concepción de la Naturaleza como misterio
amenazador de todo orden, en el desear de las mujeres
como subversión irreversible, y sobre todo, en
la exploración de las "culturas de la tierra",
orales, en busca de una clave de lo que las culturas ciudadanas,
escritas, no puede percibir sino como silencio infranqueable.
Pero además, Las tejedoras da una riquísima
vuelta de tuerca a la problemática los cuentos
tradicionales "femeninos": el remanido drama
de la muchacha separada del hombre amado se sustituye
por el nuevo drama interno de una mujer -un grupo de mujeres,
en realidad- impedidas de acceder a una zona del ser que
la comunidad ha dejado en manos sólo de los varones.
A partir de este cuento, las heroínas de Levinson
no aspiran a "ser uno" con el hombre amado,
sino a "ser una" consigo mismas, en el sentido
de una subjetividad sin mutilaciones; y no para volverse
"ellas mismas", entidad inmodificable, sino
movimiento constante y armónico, transformación,
"vida misma". Con esto se relaciona, también,
la fascinación de las prostitutas, que recorre
toda la obra de Levinson: analfabetas, ciertamente idealizadas,
sus "hetairas de la otra orilla" son las depositarias
de un saber de las que han sido privadas las mujeres burguesas:
pero unas y otras son incapaces de una escritura total;
una escritura que finalmente Levinson intenta en su último
libro de cuentos, El estigma del tiempo (1977), y que,
como decíamos al principio, la aproxima llamativamente
de su estricta contemporánea Silvina Ocampo en
sus últimos cuentos breves, los de Y así
sucesivamente (1987) y Cornelia frente al espejo (1988).
Si Quiroga y Borges, únicos escritores contemporáneos
nombrados en los libros anteriores, habían abierto
a Levinson caminos alternativos -opcionales, digo, a obras
como la Amalia de José Mármol y las Rimas
de Bécquer en las que se forjaban las niñas
de Levinson-, El estigma del tiempo homenajea con reveladora
insistencia a Michel de Ghelderode, un escritor surrealista
de cuyos métodos "explosivos" Levinson
se apropia para aplicarlos también en sus siguientes
obras: la inclasificable Ursula y el Ahorcado (1981),
ubicada en Brujas, y sobre todo, la delirante y magnífica
novela El último Zelofonte (1984), publicada tres
años antes de su muerte. "Ha estallado lo
que se temió por lustros", declara significativamente
la narradora en El laberinto del tiempo, el primer cuento
de El estigma..., y más adelante agrega "ha
partido el juguete para saber quién era" porque
"[...] el pobre reyecito tan atiborrado de buenas
maneras y enseñanzas apolíneas se perdió
por dejar paso a la duda." En efecto, la denuncia
de una personalidad mutilada, privada del ejercicio de
su propio erotismo, da paso en este libro al ejercicio
de una escritura profundamente erótica, llevada
en andas de su propia libido, profundamente alegre de
su liberación y de partir hacia zonas cada vez
más imprevistas. Esa desarticulación del
lenguaje que en cuentos previos, como hemos visto, era
central pero sólo momentánea, pasa a ser
el rasgo general y programático de la prosa de
Levinson. Dejando de lado las convenciones inamovibles
de la ficción tradicional -la construcción
coherente de la trama, la verosimilitud, los planos temporales
o el punto de vista- Levinson ensaya textos en que el
avance va siendo dictado, por sugerencias del cuerpo de
la escritura, la "masa sonora" del lenguaje,
en progresiones esencialmente musicales; y sobre todo,
por su inaudita potencia para generar asociaciones insólitas,
correspondencias imprevistas, revelaciones con cuerpo
de imagen y fuerza de símbolo. Mezclando dones
de todas las culturas, Levinson ha concebido una utopía
que, según la frase de Nelly Schnait, "no
es un lugar donde llegar, sino un "motor a utilizar":
la utopía de una escritura liberada del "el
estigma del tiempo", de la temporalidad implícita
en toda narración, para alcanzar una atemporalidad
idéntica a la del propio Secreto y el Misterio.
Y entre las figuras dialogantes de Eva la bíblica
y Eva Perón, el pintor Juan Batlle Planas y el
propio Picasso, la secta medieval de los Adamitas y el
torero del célebre pasodoble, aparece, una y otra
vez, la imagen de la propia Levinson, construida como
un personaje más, es cierto, con todos aquellos
rasgos excéntricos que Denevi, como tantos, percibían
como "extravagancias", pero dotados de nueva
significación. Sus gatos y adornos de los más
diversos ámbitos; su ropa elegida con preciso cuidado
y desprecio por la moda, eran los signos con que una aventura
interior secreta, inusualmente arriesgada, contaba su
propia historia en el largo relato de la Literatura Argentina.
Aparece Levinson, sí, como otro de los seres de
esa mitología ecléctica con que reemplazó
a sus antiguas creencias, salvada para siempre, mito ella
misma que parece decir, entre todas las voces y con Marina
Tsvietáieva. "Mis lectores pertenecen, ay,
al siglo XX; pero yo, ¡yo soy anterior a todo siglo...!"*
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