AGUAS DURAS Y ENROJECIDAS

Por Arturo Zamudio          
                                                                                                    
                                                                             

                                                    I

Cuando pienso en Luisa Mercedes Levinson, cuyos Cuentos del Litoral merecen una reedición, viene a mi memoria una tarde de sol tibio, ligeramente fresca y muy húmeda, en un restaurante quizás no muy paquete, pero sí enormemente cálido, sobre la avenida Las Heras. A la distancia, el tránsito crepitante y endiablado arrastraba los ecos de Palermo y Belgrano. Mientras tanto, el por qué de la invitación a comer por parte de Leland y Sabino, residía  en que ellos y yo nos habíamos ocupado de escritores de la Generación del 24 descuidados por la crítica. Yo, de Pisarello; Chris Leland, de Roberto Mariani, en libro cuya traducción le haría mucho bien a las letras argentinas de principios del milenio, en tanto Osvaldo Sabino venía  de presentar en sociedad su hermoso: Revolución y Redención en “La Isla de los Organilleros”, de Luisa Mercedes Levinson, figura que, pese a su distancia  cronológica respecto de los grandes bonetes martinfierristas, se une a ellos por múltiples rasgos de comunidad. Pues bien… todo iba de perillas… hasta que, en un momento determinado, Sabino, con cierta tensión en el rostro, arrojó sobre mí una pregunta cuya respuesta  habría de exigirme años de ansiedad interior, sin disolverse del todo aún:
-Arturo… - me espetó - ¿Qué hacés vos aquí...?
Demás está decir que nada podía contestar en aquel instante.
No mucho después, Juan Azcoaga, en reunión dedicada a otro gran olvidado: Héctor P. Agosti, se refería, a su vez, a esta curiosa Argentina contemporánea, subyacente en la interpelación de Sabino, a la que no llegan ni los estudios críticos ni las obras originales de buena parte de sus figuras más representativas. Giardinelli, por ejemplo, figura en Europa  como “novelista mexicano”, y Paulina Morsichoff continúa siendo popular sólo en el exterior, pese al reconocimiento de alguna de sus novelas por el porteño Círculo de Lectores. De Josefina Ludmer,  entretanto, apenas ha circulado  un estudio sobre Onetti – ya muy atrás en el tiempo- y uno que otro suelto periodístico publicado al azar. Luisa Valenzuela, finalmente, es gustada, analizada y debatida en Estados Unidos y México como una de las grandes narradoras de Iberoamérica, mientras vive en su amada Buenos Aires casi en el ostracismo. El más importante estudio sobre ella, publicado aquí, es obra de Z. Nelly Martínez, profesora de Letras Latinoamericanas en la Universidad de Montreal.
¿Cómo, pues, resolver el interrogante pendiente desde aquel almuerzo sobre Avenida Las Heras? Por otra parte, si vamos al caso, la Generación Martinfierrista comporta una suerte de agujero negro en la crítica, a pesar de que Arlt y Borges son harto conocidos aquí y en el exterior. No se han puesto, por eso, en claro muchas de sus claves y características, en tanto para el común, el boedismo narrativo y el simbolismo de Florida divergen de modo tajante. Sin embargo, el estudio minucioso de Mariani, Yunque, Arlt, Palazzo, Castelnuovo o González Tuñón, los muestra afines a pesar del circunstancial y muy de la época, enfrentamiento político.
Luisa Mercedes Levinson era, por cierto,  niña cuando los primeros martinfierristas –recuérdese que  la Generación de Borges y Mariani descubre el Martín Fierro, en la línea de Unamuno y Lugones- polemizaban sobre las formas más adecuadas para la poesía y la narrativa, y sobre la “misión” que al escritor compete frente al orden social, según las preocupaciones del tiempo. Pero su maduración íntima transcurrirá en conexión  con aquella promoción brillante en las letras; en A la Sombra del Búho hay fragmentos escritos “a la manera de Arlt” y topamos, por ahí, con una Historia Universal de la Infancia, resonancia, es obvio, de La Historia Universal de la Infamia, de Jorge Luis Borges, con quien Levinson compondrá, a cuatro manos,  La Hermana de Eloísa.
Sabino describe  en su estudio la polarización que introduce  la historia generacional, impactando sobre la obra de Levinson. “La tendencia a dividirse en Tirios y Troyanos caracteriza –nos cuenta - a la vida literaria de Buenos Aires, desde, por lo menos, la era  yrigoyenista”; así, pues, la izquierda y la derecha habrían de decidir sobre la literatura sin muchas galas de flexibilidad. “Para la izquierda –prosigue Sabino- Levinson era amiga de Borges, de Bioy Casares, o de Victoria Ocampo; resultaba por ello sospechosa, mientras la derecha soportaba a  regañadientes  su solidaridad activa con los perseguidos por las sucesivas dictaduras que han asolado al país en el último siglo.”
Prodigios de “análisis” dejó esta polaridad, y, con frecuencia, impresentables, como  la recensión en Bibliograma  de  La Isla de los Organilleros, a cargo de Sara E. G. de Schunnies, cuyas  coincidencias con Echegaray, director de la revista y famoso por su respaldo a Roberto Salama, quien había condenado a Güiraldes, no por mal novelista, sino por poseer estancias en San Antonio de Areco, hoy parece hasta superfluo establecer. Pero la opinión de Schunnies no dista precisamente de la de Echegaray o Salama, otro crítico de la época; Schunnies, volvamos a ella,  descalifica a la Levinson por la extrema “anormalidad” de sus personajes, pues, al parecer, todo buen realista sólo trata con gentes socialmente previsibles.  
¿Eran previsibles o normales las “larvas”, de Castelnuovo o “los siete locos”, de Arlt? Y aquí despunta la curiosidad, obra, sin duda, del prejuicio apuntado por  Sabino. Porque si a alguien se emparientan los “anormales” de Levinson es al personaje boedista, la tendencia de “izquierda” largamente sobreviviente entre los narradores de la Generación.
Nada menos “normal”, efectivamente, que la figura retratada en Boedo, cuyo drama, nos cuenta Dickman, brota de una  soledad que acentúan, no sólo las desdichas del orden social vivido, sino las necesidades irresueltas de la vida concreta . De ahí que la realización de los sueños conduzca, con frecuencia, a la alternativa insólita: los organilleros, la encarnacena, María Soledad, Freya o Segismundo disfrutan –o padecen- una “anormalidad” similar a la de Sardina, Timón o la Bicha,  personajes de Barletta en el Royal Circo, a quienes ni Echegaray ni Schunnies han condenado jamás a la hoguera. ¿Algo más normal que fugarse de una realidad repudiable, aunque sea por medio de un circo que acierte a pasar, o de un organillero que se interna en el Tigre?
Hay, naturalmente, razones para discernir esta vigencia de lo anormal en los personajes boedistas. Mientras en el resto de América la situación creada por la separación de España estuvo, permanentemente, jaqueada por la agresión yanqui y su destrucción violenta de cualquier alternativa de desarrollo autónomo, el panorama del Plata se mostró por un tiempo, distinto: ciertas áreas crecían a costa de otras, y, en alguna medida, la densidad de sectores privilegiados alcanzaba un nivel  envidiable. La sabia táctica semi-colonial  inglesa había dado aquí frutos espléndidos, y los hijos de inmigrantes –en origen, anarquistas o socialistas-  no sólo se volvían “doctores” sino que, radicalmente, contemporizaban con el orden de cosas. La más absoluta opacidad se desplomó, por ende, sobre una Sociedad Civil  cuyos “demonios rojos” espantaban a las madres gallegas de fines del  XIX.
De tal manera, por los años del Veinte cunde el exasperado rechazo de la anodina sociedad en vigor. No se discute que la rebeldía, tras los golpes filo-fascistas, encauza bastante esta resistencia frente al mundo gris, pero cierta vislumbre de singularidad, como de sitio ajeno al contexto universal, cobra también arraigo notorio. La victoria peronista, en la década del 40, con su industrialización tan dependiente como  la de los ciclos anteriores, acrecienta la  falsa conciencia de  país de excepción en Iberoamérica.
¿No emerge de tal atmósfera tanto “anormal” como pulula por las páginas de la narrativa? “Los que se van”, de Wernicke; los “desdichados”, de Fina Warshaver, los “cadáveres”, de Onetti, o “”la maga”, de Cortázar, han salido de hormas similares a la  organillera de Luisa Levinson, cuyos “marginales” arropa, empero, la secreta esperanza de que alguien acompañe al gladiador de la “tierra roja” en su audaz empeño de liberación. Lo que equivale a una posibilidad bastante cierta de superar la “anormalidad”, como no la han tenido, si se quiere, “los vagos”, de Echegaray o “las larvas”, de Castelnuovo, el mayor de los teóricos de Boedo.
¿No merece también párrafo aparte esta veta narrativa de Levinson dada la limitada percepción del mundo tan característica en el intelectual argentino? Pues, si los escritores de otros puntos del continente nacieron en medio de luchas, sus colegas rioplatenses han solido durante mucho tiempo pensarse oriundos de una América más próxima a Francia o Bélgica que a Brasil o México. La famosa Generación del Ochenta, tan falta de luces como sobra de fatuidad, es como el símbolo de esa enajenación cultural cuyo exclusivo mérito estuvo, no obstante, en la renovación constante de las formas literarias –el lenguaje, la técnica de narración, los recursos poéticos- sin profundizar al mismo tiempo los rudimentos históricos de su vigilia.
Por eso, el grotesco trance que aguarda a sus exponentes mayores, conmueve hasta el hueso a una configuración cultural, cuyo vigor se llevará la leyenda. Maximio Victoria habría de presentir tempranamente la decadencia, mientras el prógrom antisemita participa de las matanzas de obreros y campesinos y Manuel Gálvez, sin quererlo acaso, aparece para contarnos que el proyecto político del Centenario contuvo  más excluidos que beneficiarios.
¡Comprensible sorpresa para escritores acostumbrados a verse en el riñón  hispano-parlante! De ahí que el mérito de Levinson se agrande  a pesar  de la extraña percepción y de la “anormalidad” de sus personajes o su simbología de cuño germánico. Ya que el luchador “de la tierra roja” muere tras dejar la semilla en el vientre de la heroína. La revolución y la liberación no han sido, por consiguiente, derrotadas y alguien ocupará  muy pronto el sitio vacante. De tal manera, creemos haber acertado años atrás al escribir: “La Levinson, a decir verdad, nos complicó la vida, y si es cierto –como cuenta la hija- que escribía acostada, obviamente vio desde la cama una realidad no vista por otros. Pues no sólo transitó, como Bioy Casares o Borges, por el cuento fantástico, sino que lo hizo con extrañas premoniciones” ¿Podrán suscribirlo Echegaray y Schunnies?

                                              II

Los mitos servían al pasado remoto no sólo para ordenar la conducta del hombre, sino para dotarlo de una cosmovisión en cuyo seno la palabra sobrenatural empalmaba con el afán incumplido. Constituían, por decirlo más precisamente,  el nivel máximo de conocimientos en quienes a duras penas se erguían sobre sus plantas para atisbar el horizonte, y si bien esto no los liberaba del sino fatal, abría brechas en las espesas tinieblas circundantes. El mundo estaba envuelto por extrañas fuerzas, cuyo impacto sobre la vida  se erguía amenazante: rayos,  ciclones, frenesí  sísmico; ponerles un nombre o convertirlos en seres fantásticos, implicaba, de alguna manera,  intervenir en su vaivén fatídico. Y así como Luzbel había surgido del desafiante Lucero de la Mañana, el gigantesco Thor evocaba, con su estallido, un tronío que hacía a la infeliz criatura todavía más pequeña. 
Cierto, sus figuras estaban subordinadas a lo sobrenatural de una naturaleza cuyos barrotes constituían la verdadera cárcel. Pero toda preservación del umbral de ultratumba conduce, en nuestros días, a defender cierto modo de existencia –imantación de los astros, determinismo de la providencia o defensa de las formas divinas alojadas en una nunca explicada “espiritualidad”-  y a desdeñar e ignorar la  capacidad acumulada por la ciencia y la técnica en su lucha contra todo tipo de fatalidad. Se elude, con ello, el que el hombre no es un “ser natural”, sino histórico, y en momentos como los vividos, cuya elucidación plena supera los límites de este ensayo,  remite a la irracionalidad creciente del  ordenamiento en descomposición. ¿Por eso han reaparecido tantos mitos a tono con las complejidades de la vida moderna? No interesa demasiado el tema a estas reflexiones, pero su reactivación aquí y allá, a medida que la crisis de civilización se profundiza, no sólo desnuda intereses estéticos, sino que  formula  mensajes subliminales a favor de un agobio cuya erradicación nos compromete a todos y en cualquier lugar del mundo.
 Las obras de Luisa Mercedes Levinson, en cambio, cuyas alusiones míticas se reiteran constantemente –Lilith o la fecundidad hebrea, el Walhalla o Wotan, símbolos del valor y la muerte, etc…-, han tratado indirectamente de hollar la atmósfera de asfixia que padecemos. Sus críticos han señalado esta dirección en la atmósfera mítica de Levinson,    y con ella la intuición, a la larga, de una conmoción honda  cuyas claves no tienen por qué ser explicadas por su narrativa. Orgambide denota, en este preciso punto, el carácter de excepción que la obra de Levinson reviste en las letras  de nuestro país.
Quizás por eso, cuando apenas tenía lectores entre nosotros,  sus relatos aportaban a Europa la ansiedad de un continente sacudido por convulsiones fecundas. Y anotemos aquí otra paradoja, si cabe llamarla  de tal modo: el boom literario fue captado en Europa mediante las cartas de Sergio Pitol a la revista Il Contemporanneo, en 1961, regresando de Italia a la crítica  argentina de izquierda. La Levinson no tuvo, en cambio, la suerte de que Pitol  la leyese. En el “Diccionario Básico de Literatura Argentina” que, bajo la dirección de Adolfo Prieto editó el  Centro Editor de América Latina en la década del 60, ni siquiera se la menciona. Mientras tanto, Saint John Perse, Francis de Miomandre y Roger Caillois saludan, por la misma época, sus cuentos como “los mejores de la América Profunda”. “La Casa de los Felipe” –escribe a su turno Leopoldo Azancot, en España-, novela de L.M.L., podría ser entendida como una versión más rica y profunda del tema abordado por García Lorca en “La Casa de Bernarda Alba” .
En resumen, el fenómeno novelístico que Pitol detecta en México con Fuentes y  Rulfo, y  Agosti, con el panameño Simón, resuena en ciertos círculos europeos gracias a los escritos de Luisa Mercedes Levinson, cuya pieza,  “El Abra”,  ha ganado sitio en las más importantes antologías temáticas de lengua inglesa.  Comprensible, por ende, que  su obra, pese al silencio que la rodeó en vida, repercuta en narradores muy posteriores, por ejemplo, en aquellos  cuya designación genérica –Narradores del Nordeste- les fue conferida por Guillermo Ara, todavía en estado incipiente.  En tal constelación –Alvarenga, Giardinelli, Maidana, Gamarra, Benetti- una tradición  martinfierrista, la del Grotesco, alcanza, como en la Levinson,  giros de extraña lucidez. Por lo tanto su hija: Luisa Valenzuela, tanto como Alvarenga, el prematuramente desaparecido, Ramón Plaza, o Maidana pisan el divertimento, la ópera bufa, el sarcasmo carcajeante, sin perder un ápice de intencionalidad ni  cierto fondo crítico  respecto de los nuevos tiempos en ciernes. Pues, ya lo había escrito Arturo Sánchez Riva: también es arte la risa. ¿Cabe, en estas lides, olvidar que el Grotesco viene de Rabelais y que grandes figuras,  como Eugen Ionesco, Samuel Bequet o Lawrence Durrell, engarzan la tendencia en los años de labor de Levinson? Martinfierristas por el estilo de Macedonio Fernández y Leopoldo Marechal se inscriben, parejamente, en ella. Por eso hemos escrito antes que, así “…como un pirata que dispara contra alguien y en lugar de matarlo, le enferma de un soplo el corazón… ”, así Levinson se ríe en vez de llorar, y desechando todo patetismo, con cierto fatalismo propio de Indoamérica, le hace muecas a la muerte, a la estupidez, al cretinismo tan usuales en un mundo en ruinas.
También en esto su labor comporta un inesperado atajo cuya desembocadura lleva a la soledad. Por la época en que publica tanto “La Isla de los Organilleros” como “El Ultimo Zelofonte”, sólo Conti había intentado caminos similares y algún atisbo  asoma al mundo de Tizón. La hora de la befa en la narrativa – la de “Cola de Lagartija”, “Narrador de la Noche” y “La Bolsa de los Magos”- aguardaba aún a que la generalización del horror en el país pusiera en primera línea el sarcasmo delirante. Levinson, por lo tanto, se anticipa en varios años a una imagen literaria puesta en nuestros días en boga por cierto musical neoyorquino: la del torturador que baila con sus víctimas.
Pero donde el criticismo de Levinson despeja símbolos y caricaturas es en el singular tratamiento que dispensa a una vieja modalidad, la gótica, cuya data se remonta  a  Thackeray y las hermanas Bronté. Que si tuviese que mostrar preferencias por alguna zona del patrimonio levinsoniano, punto de recala sería “La Casa de los Felipe”, el libro que Azancot puso en las nubes desde La Estafeta Literaria, de Madrid. Al contrario del realismo testimonial  cuyo auge arranca de la segunda mitad del siglo XIX –reitera también Mirta Arlt- L.M.L. incursiona en una formación “heredera de la novela gótica, el folletín, la ópera y la imaginería del Bosco y el fantasy ”.
 Esta especie, según se sabe, como orientación en la narrativa, responde a deliquios románticos cuyo huroneo en viejas casas muestra, con severidad puritana, las huellas del pecado oculto. Fóscolo, Benjamín Constant, Marcel Prevost  le otorgaban popularidad en los días del martinfierrismo; Marcel Proust, sobre todo, pondría al género melancólicamente  al rescate de los buenos tiempos de una burguesía cuyos íconos  empezaban  a desmoronarse. De allí, contagiada de piruetas, sombras chinescas y creencias populares –la del perro, encarnación vengadora del hermano desaparecido, superstición tomada a los negros de Monserrat- habrá de extraer su goticismo Luisa Mercedes Levinson y, como entre los  mejores cultores de la corriente, empapa a su narrativa de intenciones de condena.  La casa aludida, exponente de una “aristocracia” sin abolengo en un país tan burdo como ajeno, posee túneles que llevan al incesto, el crimen y la fría defensa del “buen nombre” cuyos cimientos, por supuesto, distan de ser honorables. Y Levinson no los celebra para nada.
Sin embargo, las tonalidades de la novelista  no siempre se sujetan al precedente europeo; su gótica se americaniza, por decirlo de algún modo, como la polka al chocar con el compás africanizado del Nuevo Mundo. Así, aparece también sintomática la  disimilitud levinsoniana: el mal de que nos habla no está en los lazos familiares ni en aquella frenológica herencia que permitía a Conan Doyle pescar al asesino entre los retratos de la galería.
En la Levinson, como en  Los Robledal, de Hilda Perera, los indicios conducen a la clase  engendradora de tales personajes .  Y he aquí cómo un giro muy rioplatense, como que ya estaba en  El Matadero, de Echeverría, regresa de una aparente peregrinación por tierras ignotas, si ignota puede ser la Cuba de Perera, amiga, por otra parte, de “Liza” Levinson.
La singularidad, por lo tanto,  a que arriban los  relatos de ambas, tiene bastante que ver con una cierta historia específicamente iberoamericana. Pues...Unamuno distingue a ésta por el grado de politización del escritor, cuya síntesis, poco usual en la Europa contemporánea, advierte don Miguel en Sarmiento. Por tal causa, no concluía aún el proceso de madurez y articulación de las actuales naciones, cuando ya asomaban corrientes de pensamiento cuyo desarrollo en el Viejo Mundo había exigido siglos. Todavía la Argentina de hoy  no existía –salvo en los textos acusatorios de sus partes en lucha- y ya lanzaban las prensas correntinas de 1854, libros de los exponentes franceses del socialismo utópico . Comprensible, por ende, que el nacionalismo revolucionario, como se le llama hoy, nazca tan tempranamente fundiendo idearios distanciados en otros sitios: el nacionalismo, como defensa de la nación agredida por las potencias coloniales, y el socialismo, como enfoque particular, de clase, en la lucha común por la independencia.
¿Resta añadir que en Iberoamérica los fundamentos sociales de la nación moderna, han nacido antes que ella?  Podría ayudar a explicar cómo objetivos socialistas inmaduros a  fines del XIX, se vuelcan medio siglo más tarde sobre un  nacionalismo muy tosco, distinto del que antes vimos, cuya vocería espanta no sólo a cierta intelectualidad –Borges, Ocampo, Levinson- sino que corroe con su antiintelectualismo, los componentes indispensables de una valedera solución a la crisis.
Por eso, la mención de ciertas clases en la gótica de Luisa Levinson traspasa los límites de la burla, internándose en esperanzas utópicas que ella ve flotar sobre los grandes ríos del Litoral. ¿Es así casual que esta dama ignorada por cierta crítica, “ame –nos recuerda Portela- tanto a Corrientes como a París o Brujas…?” ¿Casual que sus pujos creativos hayan de ser retomados, contra viento y marea, por escritores todavía en maduración cuando ella departía con los redactores de la revista Tiempo? Difícilmente tantas casualidades puedan no demandar explicaciones  de fondo. Al contrario, mientras el país se desliza hacia el burdo “posibilismo alfonsíaco” –ésta es la democracia posible y la única-, Enrique Gamarra, en su hermosa Florecen los Aromos, reitera las mandas de una revolución auténtica, por anacrónicas que cayesen en aquellos días. ¿No empieza, en fin, el Nordeste a plantearse reformas democráticas en profundidad bastante antes de que el “argentinazo” tumbe a la mediocre camarilla delarruísta?
La imagen de Luisa Mercedes Levinson despunta, por tanto, asociada en mis recuerdos a aquella politización tan bien descrita por Durruty en sus Cuentos de Santa Clara. Vivíamos horas desdichadas, e iban a sobrevenir peores. Por eso, sigo viéndola, acaso, en la alta noche, marchita ya su belleza, mas no el porte ni la innata elegancia, con los ojos puestos sobre una avenida cuyos faros traían los destellos del río amado.  Quizás “el politicismo”- en ciertos períodos los Servicios advertían al visitante intelectual que por estas calles rodaban libremente marxistas- trabó una mejor relación, o, aún más gravemente, el diálogo fecundo: la división en tirios y troyanos había complicado de veras el historial del país. Y lo que es más,  hoy resulta imposible evitar el daño producido, como es imposible retroceder a épocas absolutamente desbaratadas. Pero nos queda rescatar una a una las tradiciones que creímos perdidas, sopesarlas y, en lo posible, soldar el despojo de un patrimonio cuyo destino, no por aciago, deja de exigirnos reconocimiento. Así, tal vez, la belleza de Luisa Mercedes Levinson, en figura y en texto, recupere corporeidad y reaparezca, mientras el interrogante que Sabino me lanzó aquella tarde sobre Avenida Las Heras, diluya también su carga de enigmas. Porque, al fin y al cabo, si, como lo dijo alguna vez Borges, el hombre es uno solo, aquí y en cualquier parte, las batallas de tirios y troyanos tampoco son de nunca acabar.

 

                                             Ciudad de Vera de las Siete Corrientes, 2001


BORGES DE ENTRECASA


                                        I

Ya antes de su desaparición física, Borges comenzó a andar por campos imaginarios: en El Reloj de Arena se entrevista con él mismo, con aquél que fuera en otro tiempo (el muchacho que maté para ser quién soy, habría dicho Folguerá), y en 1983 sueña su propia muerte. Ahora bien, no es la suya la aparición subrepticia del narrador más o menos aprehensible en una tradición cuyas nervaduras dejara al descubierto Flaubert con su célebre: Madame Bovary c’est moi. Toda una corriente crítica a cuya cabeza es dable ubicar a Edmund Wilson, se ha erigido en torno al cotejo entre la experiencia vivida y el mundo creado por el escritor de novelas.
Lo de Borges es distinto. Pues... Borges-personaje es siempre, abiertamente, el hombre Borges. Todavía más: Borges-personaje es Borges extraído de sí mismo y objetivado en peripecias cuyo protagonismo el hombre verdadero jamás habría podido contar. De ese modo, su presencia desembozada en la literatura se inicia ya antes del tránsito definitivo, haciendo casi natural su regreso a la narrativa, el ensayo, la recopilación y la biografía. Aguinis y Kedinger retornan a la muerte soñada en 1983, tratando de ganar sus profundidades, mientras Rubén Liggera descubre también allí una crítica de Borges pergeñada por el propio Borges. En la publicación-homenaje que incluyó el trabajo de Liggera, Marta de Paris se aboca a su vez a la relación del escritor con María Kodama, aprovechando su viaje por el Nordeste argentino.
Parece, por ende, viable asegurar que el fenómeno Borges empieza a preocupar hoy, mucho más genuinamente que en los días de vida. Exponente de ello es, sin duda, el libro de Horacio Salas: Borges, una Biografía, publicado recientemente por Planeta, cuya importancia, debido a la extracción política del biógrafo, ofrece un doble calado. Salas es peronista, y si algo signó de contornos oscuros la vida de Borges, fue su desencuentro con el peronismo. Para colmo, cuando Salas revistaba entre los resistentes al Golpe de Estado, Borges solía incurrir en posiciones una y otra vez condenadas por la opinión democrática. Tal rasgo “antinacional” fue, en realidad, exasperación o socarronería, pero este doble fondo escapó a los contemporáneos, muchas veces afines a la vindicta de boedistas como Leonidas Barletta, una especie de líder de barricada en aquella Resistencia. Por eso, es saludable que  Salas recuerde que  el autor de Inquisiciones, al promediar el ciclo del  criminal Proceso de Reorganización Nacional, tenía una cabal noción de la tragedia sufrida, y de ninguna manera estaba satisfecho con ella.  De ahí que su decisión de partir, alejándose de un país cuyo declinar le dolía, haya sido tan rotunda, a pesar de las suspicacias de algunos allegados –Judith Molinari, por ejemplo-, y no sólo porque lo atrajese el recuerdo suizo de la felicidad juvenil. No habría de ser Kodama la causa del ostracismo, sino la angustia acrisolada por Jorge Luis Borges; basta con releer el Omero Stancato, de Alicia Barrios, para colegirlo.
Mas... allí mismo, en el acto de alejarse para siempre, entrevé ya su regreso al mundo que deja: “Caramba... –asegura- a mi edad, ejecutar un acto nuevo como la muerte, quién sabe si me está permitido...” Y burila, con su expresión, un modo de entenderse a sí propio, que en nuestros días aflora y se consolida... Pues es obvio que la muerte  revela los perfiles auténticos de todo ser; ante ella el hombre se sitúa, dispuesto a la aceptación del supremo trance, con prescindencia de todo amor personal y de una erudición vastamente cultivada (ya no puede leer) para alcanzar, si se quiere, el centro íntimo más exigente.
Lo cierto es que, tras su desaparición, Borges comienza a ser visto  con una amplitud de criterio de que no gozó en vida. A menudo, como en los trabajos de Ciudad de 1955, obra del Grupo Contorno, inquietaban su poesía, su narrativa, su ensayística –el escritor que hizo las tres etapas consecutivamente- y era, en la definición de Calvino, “el más grande creador intelectual de nuestro tiempo...” Borges, en fin, era su prosa, su dominio del idioma, su habilidad de conversador (el mexicano  Arriola alardeaba de haberlo mantenido callado durante una tarde entera).
¿Era tan sólo lo que veía su querida Buenos Aires, a cuyo fervor poético había dedicado los años mozos? No, obviamente... la figura de Borges fundaba en las letras iberoamericanas un renacimiento como no se había vivido en decenios a la redonda. No se puede –observa Carlos Fuentes- tener en cuenta el boom latinoamericano de los años sesenta sin partir de Borges. “La gran ausencia –prosigue el novelista mexicano- en la prosa de Borges, lo sabemos, es de índole crítica. Pero el paso del documento de denuncia a la síntesis crítica de la sociedad y la imaginación no hubiera sido posible sin este hecho central, constitutivo, de la prosa borgiana.”
El libro de Salas expresa, en resumen, el momento en que Borges deja de ser el solitario de la Biblioteca Nacional, para condensarse en su “destino iberoamericano”.  Sus obras se reeditan en todo el ámbito de lengua española y lo mismo ocurre con sus diálogos –como los mantenidos con Sorrentino o con Alifano- mientras se escriben sobre él libros que intentan abarcarlo en toda su figura y de cara a un determinado contexto.
Aunque algo siga pendiente tras la lectura de Borges: Una Biografía. Borges es, a no dudarlo, el más grande escritor moderno de la Literatura Argentina –la más importante de América Latina, ha dicho de ella Fuentes- y “esa modernidad”, cuya fragua imbrica obra y vida, experiencia y riesgo, no siempre aparece en el estudio de Salas. ¿Hasta dónde, por ejemplo, el pintoresquismo de Hombre de la Esquina Rosada nace en la visión que su autor tiene del país? Bien que haya relación entre la ceguera y la actividad escogida a partir de 1955, pero, exponente de cierta formación intelectual, jugó también sobre su labor una óptica que, antes y después del desprendimiento de la córnea, se internó en las cosas limitadamente. Y de ganar las honduras se trata, generalmente, si pretendemos evaluar y juzgar los trabajos de un escritor.

                                                  II

Hace diez años una empresa periodística sin suerte en el país, propuso a Borges una serie de notas con destino a su publicación en distintos idiomas. Borges, sujeto al dictado y a la mediación de otros en la confección del material, rechazó la propuesta y sugirió, en cambio, pequeños reportajes cuyo interlocutor mismo habría de compilar. La alternativa fracasó, claro, con la iniciativa empresaria. Pero Alifano, elegido como interlocutor por el entrevistado, prosiguió con sus reportajes hasta obtener el libro que se publicó, por primera vez, en 1983, bajo el título de Conversaciones con Borges.
Aportaba con ello material para algo que Bernardino Rivadavia, en las Últimas Conversaciones... llama “...los evangelios de Borges,...” es decir, una suerte de personaje a mitad de camino entre el escritor de ideas y el conferencista. Y particular éxito obtiene el empeño de Alifano: muy pronto aparecen la versión inglesa y la edición española de un libro cuya trama desnuda –escribe su autor- “...el valioso rastro del Borges conversador, de ese hombre afable, coloquial, que hacía de la charla un arte, una verdadera creación”.
Ahora, al reeditarse en la Argentina tales reportajes, Alifano escarba en el magnetófono y nos brinda, a modo de continuación, los tramos finales del Borges de entrecasa, meditabundo y risueño, tan protagonista como gestor de historias extraordinarias. Borges, puntualiza Rivadavia, “no sólo fue un creador de tramas asombrosas, sino también el hacedor de un personaje que resplandece, aún prescindiendo de sus escritos...”
¿Y a qué llama el prologuista de estas últimas conversaciones, confeccionar “el evangelio de Borges”? Como se sabe, los Evangelios nos cuentan, mediante el relato doméstico, cotidiano, lo que la vida del grande hombre ilustra respecto del contenido de los sermones. Oficia, si se quiere, de complemento sin el cual el conocimiento del protagonista se vuelve casi imposible, pues, ya lo subrayó Pestalozzi hace bastante, “todo cuanto soy, quiero o debo ser, proviene de mí...” Constituye algo como la carnadura del ser histórico que soy... De esa manera, prosigue Rivadavia, “nos resulta difícil imaginar al uno sin el otro, cuando se trata de Sócrates o Platón...” y, naturalmente, de cualquier hombre, en verdad, cuya voz exija algunas explicaciones.  Por lo tanto,  desde su cálido sitial de integrante del círculo íntimo de Borges, junto a Estela Canto, Cecilia Ingenieros o María Esther Vázquez, Alifano entrega a la prensa los dos tomos de Conversaciones... cuya vastedad permite mostrar el diálogo intenso e incesante que el narrador de El Aleph mantuvo con su tiempo y sus actores.
Aunque haya, claro, diferencias entre las Conversaciones... En el primer volumen es común un Borges no siempre predecible, sin el humor ni el gesto hedónico: un Borges preocupado por el destino de un mundo a cuyos pobladores “se les ha ido la mano” en ciertas cosas. Y si para Wordsworth un cataclismo cósmico era sólo pesadilla, para la vida contemporánea es posibilidad cierta de no corregirse algunas coordenadas. Pero, además, Borges es cosmopolita en medida contraria que se le endilgó siempre, cuando se hacía centro en la costumbre familiar de anglicanizar el nombre. Para él el orbe que vivimos pertenece a todos –todos somos hombres y están demás las fronteras- sin por eso subordinar culturas y países: espléndido amigo de sus contemporáneos, ellos le acompañarán hasta el instante final, así como concluirá sus días tan orgulloso como en los comienzos de lo que América Latina había hecho en Literatura.
Confía en ella tanto como en los consejos de su maestro de juventud, el escritor judeo-español Rafael Cansinos Assen,  para afrontar los duros tiempos que sobre todos se ciernen. Y aunque el hombre argentino ande un poco devaluado –y no sólo por los demagogos que le incordian- el segundo volumen de la saga se internará en la tradición sobre cuya cima ha de inscribir su nombre. Todo, por supuesto, con lo mejor del creador de Ficciones: su humor, su aptitud para volver trivial lo solemne y ese aire desenfadado tan de los mejores tiempos de la literatura argentina. Por eso, el litigio entre las escuelas poéticas social y ultraísta de los años Veinte, en base a nombres de calles representativas: Boedo y Florida, aparece en la chuscada borgeana como Floredo. Se trató, asegura, de apenas un recurso ingenioso para mostrar que aquí, como en París, había cenáculos literarios. Mientras tanto, aquella generación en movimiento que le recibe a su regreso de Europa, pretende, como el ilustre recién venido, dar de calles con todo pasatismo, y de ahí el impacto de su vuelta a una ciudad que ha crecido mucho desde fines del siglo anterior. De ahí también que casi en seguida aparezca Fervor de Buenos Aires, y este clásico de la literatura argentina suelen olvidar quienes insisten en la ajenidad de Jorge Luis Borges. Para tenerlo presente en las pláticas entre memoriosos.

                                              III

Ahora, tras buen tiempo de su desaparición,  empieza también a ser leído extrañamente. Su compañía de generación y de aldea, lo había ideologizado, para decirlo de modo vulgar, debido a que el poeta que saludó las luminarias  lanzadas al mundo por la Revolución de Octubre, habría concluido por afiliarse al Partido Conservador. Con lo que el luchador anti-fascista de muchos años, se volvía, de pronto, defensor de la oligarquía más rancia . De allí partió la ofensiva progresista en contra de su obra, apocalíptica al aceptar el escritor las condecoraciones de Pinochet .
¿Cómo entonces concluir en alguien para quien las palabras no representan más que un valor estético y al que, naturalmente,  resulte tan infame delatar a otro como comprar un chocolatín a un niño de la calle?  A esa lectura nos conduce Paul de Man allí, claro, donde más de un postmarxista ha llegado a sostener que lo malo del pensamiento de  Marx residió en que hubo quien le quiso llevar a la práctica, y esto equivalía a ignorar que la solución socialista de la lucha de clases, es mera cuestión de claustro. Así... si antes era un político reaccionario, el autor de fruslerías de hoy ha dejado olímpicamente de serlo.
Veámoslo desde más cerca: Borges, rechazando el exceso político de la generación del Veinte, influida por el Realismo Socialista, trató de independizar el relato del mensaje extra-narrativo a que era tan adicto el intelectual de Boedo. Es decir, que el apoliticismo del narrador tenía que ver, no con la estética impoluta, sino con el tipo de discusión de la época. Para Borges, la realidad que veo es aquélla sobre la cual escribo y no otra, mientras el oponente boedista acepta la tesis de Zola –tan contradictoria en sí- : lo real está delante de mí, es ajena a mí y yo puedo penetrar en ella con la objetividad de una cámara fotográfica. Había que escribir sobre el pueblo, decían unos; sobre lo que más impresiona a la sensibilidad, decían los otros. Y tales divergencias encrespaban la discusión entre el arte por el arte y la poesía social, cuyas sedes podían ubicarse, una en la Confitería Richmond, sobre Florida, y otra en la Editorial Claridad, sobre Avenida Boedo.
 De Man ignora toda la controversia; podemos decir que pasa como los alemanes sobre la Línea Maginot y convierte a Borges en antecedente del post-modernismo, es decir, de una etapa en que la ética no rige ya y todo se vuelve juego de palabras.
 En conclusión, el autor de Inquisiciones, hombre de libros, se habría perdido en ellos y entre los interminables pasadizos de la Biblioteca Nacional, cuya dirección ejerció por años.  ¿Cuánto había, entonces, de realidad en aquel juego de espejos que permanentemente conducía al aedo ciego, se pregunta José  Ángel Valente, a una confusión en la que el mundo es siempre el mundo y Borges, desgraciadamente, Borges? ¿Era –se pregunta otra vez el poeta español- Borges invención de Borges, invención de un Dios o de Roger Caillois, como ha sugerido Borges mismo?
 Por cierto, el escritor que le cuenta su asombro cuando, en 1938, siendo bibliotecario de una modesta biblioteca de barrio –no la Nacional en la que lo entrevistarán una y otra vez los visitantes, sobre todo europeos-  halla en un volumen de Espasa, recién recibido, a una celebridad de nombre Jorge Luis y de apellido Borges, tiene bastante de hipálage, como escribe Valente, para añadir, entre paréntesis: ( sí, Borges, esa figura es una hipálage, aunque la palabra de moda, tan de moda ahora, sea metonimia) .  ¿Fue, en verdad, un bibliotecario de Alejandría nacido en las islas Falkland...? Para muchos, durante bastante tiempo y sobre todo en los últimos años de su vida en Buenos Aires, Borges ha de ser eso... o algo parecido, volviéndose habitual destacar la significación implícita en la anglicanización del nombre. Pues, al fin y al cabo, todavía por aquellos días –mediados del XX- había plumíferos en el país cuyo idioma de cuna había sido el inglés, que hablaban un español aprendido tardíamente y tras singular esfuerzo.  
Así que... a la vuelta de varias décadas, la figura de Borges torna a hacerse corpórea para mí tan sólo si acudo a los recuerdos publicados por Marta de París en Alba de América. Me veo de nuevo en aquel salón reluciente y conmovido, sentado en una silla junto a un anciano  que sólo escucha mi voz, y sonríe... Diez, doce, quince minutos cuando más, de conversación distendida en la que el aedo ciego encuentra –se lo dirá más tarde a Marta de París- un interlocutor válido, aunque también con Valente había hablado de ello... Su infancia, el Buenos Aires que fue,  los comienzos del poeta a cuyo vínculo con Carriegos y el pasado porteño, se abocará la espléndida novela Jorge Luis, de Osvaldo Benetti. Pero yo no estaba intrigado por lo que Borges era, ni había en mí el ánimo de descifrar esa incógnita de las letras en América, que inquietó durante mucho tiempo a España. Tenía, por eso, estimable ventaja sobre Ángel Valente.
Por otra parte, conocía ciertas claves acordes a la Argentina que vivíamos. Allá por 1960, Luis Emilio Soto, desconfiando de toda variedad que no aportase a un país único, contó sus andanzas en tríada con Borges y Enrique González Tuñón, por los arrabales de Buenos Aires –orillas, se les decía entonces- y el posterior desencuentro del narrador de Ficciones con lo que aceleradamente mudaba. El Sur de “los condenados a muerte” y el malevaje, en cuyos pirigundines se ventilaban no pocas reyertas acuñadas en las guerras civiles del XIX, había dado sitio a otro, donde la clase obrera –una de las más antiguas de América- maduraba rápidamente su conciencia de clase. Aparecían, por lo tanto, en Boedo, salas de conferencia, exposiciones de un obrerismo ingenuo pero vigoroso entre los que se destacaban los cuadros de Facio Hébecquer  y hasta poetas que, a  la luz de la luna y megáfono en mano, alentaban con sus poesías  la guerra al orden de cosas.
Borges, asegura Luis Emilio Soto, no entendió esto y se recluyó cada vez más en lo suyo: en una literatura que, según propia confesión, estuvo ayuna de  vida. Ahora bien... ¿eran los trastornos de una Buenos Aires progresivamente incomprensible, los que desconcertaron a Borges y lo alejaron de una periferia batida por ranas, donde los emplazados aguardaban al ejecutor? ¿No incidió aquel sectarismo de la izquierda cuyas víctimas proliferaban, tanto en los días de Córdoba Iturburu como en los de Carlos Altamirano? Ya no vive, cierto, quien nos devele el enigma, pero aquél que jamás renegó de sus escritos juveniles, oculta siempre más de un secreto cuando, como en el caso de Borges, sorprende con intervenciones a veces lastimosas.
 Por supuesto, la historia consolida aparentemente la afirmación de Soto con el Omero Stancato, de Alicia Barrios: yo nací en Buenos Aires, pero alguien me cambió la ciudad...    Valente va con él  a ver “la puerta cancel, el doble patio, los hierros del aljibe, la sala donde se siguen reuniendo los amigos de Unamuno...” Porque también el Gran Vasco había mirado hacia América, con esa inquietud peninsular tan aguda en una época de escasa comunicación. Pero donde Borges apunta con el dedo a las huellas del novecientos, hay sólo...muros a medio derribar con restos de molduras modernistas, ventanas o marcos vacíos que dan al aire y, al lado, sólidos edificios de hormigón semipudiente...
  De modo que el Borges que viene a la antigua Ciudad de Vera a fines de la misma década, da con algo realmente inesperado: rejas morunas hacia la calle, templos barrocos y arcadas bizantinas, en espacio tan reducido que se cubre hasta con la imaginación. Y el entusiasmo se desata en él: “...aquí se siente de cerca la patria...”-asegura.
 No quiero que las suposiciones me excedan, pero es difícil aceptar que el ilustre visitante estuviese inadvertido de lo que en aquellos días se advertía a todo viajero intelectual: por las rúas correntinas  andan sueltos marxistas y cristianos rebeldes. En sus claustros, pontificaban los probos representantes del Gobierno argentino,  se habla con todo descaro de filosofías prohibidas por las leyes – la lluvia ácida de las 17.491 y  16.984-  y  hasta los radicales han salido a manifestar junto con los comunistas.
Horas muy particulares rodearon, pues, el arribo del aedo ciego. Y otra vez la evocación arroja sobre mí sus oleajes, para verme de la mano de Celia, cuya alegría de vivir, aunque ahora lejos de mí, irá conmigo hasta la puesta de sol,... la molotov bajo la camisa reverberante y en medio de una muchedumbre cuyo miedo traba a ratos el caminar. Delante de nosotros... la brigada especial de represión, repudiada en la actualidad hasta por sus hijos... Ahora bien... ¿ le era conocida a Borges, esta ciudad que le recibe entusiasta, solamente por el tema del doble idioma, al que alude muy al paso en El  Informe de Brodie, y por el excelente estudio sobre Almafuerte de Pedro Bonastre,  profesor en Letras muy respetado, como sabemos, por su discípulo... Pisarello?
¿Se desentendía, en cambio, de lo que allí ocurría...? ¿Lo ignoraba? ¿Podía captar que la conmoción en inicios, iniciaba también y casi en solitario, la etapa del No que habría de culminar con las matanzas de 1999 en el Puente, cuya investigación exigen todavía unos cuantos organismos sociales ? No la captan muchos entre los que la viven, cuando ya no es lo que era esta urbe donde lo que sedujo a Borges afronta todos los días la edificación en torre y cuya población estudiantil sola es mayor que toda la existente cuando él vino. Pero esto no quita que el aedo ciego haya dejado con su visita una experiencia singular, cuya evaluación, en las condiciones que vivimos, puede efectuarse desde otro ángulo. Pues, al comenzar en estas latitudes la etapa del y su secuela de esfuerzos por una economía de tipo diferente, destinada a aquellos que la producen, y dibujarse el anhelo de una democracia verdadera que ponga fin a lo que Meabe llama el aplanamiento y la indiferencia ética, emerge también, con exigencias de comprensión cabal, aquel omero stancato a quien no sólo se despojó de la ciudad amada, sino que se concluyó expulsando de una patria tan bruscamente devaluada que él, solitario y rebelde, no lo iba a soportar.

                         Ciudad de Vera, octubre de 2009.


Tizón, el Novelista misterioso

 

A nadie escapa ya que el período que arranca en el 70, enriquece de elementos polémicos la vida argentina. No tanto por el declive  de la experiencia autoritaria instaurada en 1966, sino por el debate que trae consigo; por primera vez gana multitudinariamente las calles y la prensa el reconocimiento de la naturaleza exacta del país.  Nacido al amparo de cierta división del mundo y el intercambio, su estructura socio-económica  revela una profunda dependencia de ciertas metrópolis, cuya crítica aspira, de inmediato, a lograr niveles marcadamente diferenciales.
La discusión política, la contienda literaria, las ideas filosóficas –o lo que presume de ellas- ... todo se conmueve. En la Universidad, las llamadas Cátedras Nacionales ponen el acento en reivindicaciones que habrán de jugar papel eminente en los días a venir. Mientras tanto, la novela padece, con cierta contrición, el boom novelístico de América Latina. Pues... al lado de Carpentier, al de García Márquez o a los de Donoso, Onetti, Roa Bastos... ¿qué podían consignar los argentinos? Si su retraso tenía mucho que ver con las cortedades de Boedo, la escuela que más pesó en el historial narrativo y cuyos ecos resuenan todavía en Sábato, Cortázar o Conti.
    No faltó el que encumbrara a Manuel Puig ubicándolo a la zaga de Vargas Llosa, a poco de aparecida La Traición de Rita Haywort, pero enseguida The Buenos Aires Affaire y Boquitas Pintadas desleían toda esperanza. El realismo mágico contaba con el empeño de María Granata, Héctor Lastra o Luisa Mercedes Levinson, pero la Argentina era país de cuentistas, cuyos exponentes, Borges a la cabeza, o directamente desdeñaban la novela o habían tenido muy poca suerte con ella. Durante un ocasional encuentro entre Pisarello y Martínez Estrada en La Habana, el autor de Radiografía de La Pampa  advirtió largamente al narrador correntino sobre el escribir novelas, paralizando por un tiempo el vertedero de Las Lagunas.
La ausencia de tradición genuina, por consiguiente, detectada  por Bousoño en la novelística española contemporánea, ha sido mucho más cierta en el Plata. Sin embargo, poco antes del fatídico 1976, tres libros (El Limonero Real, de Juan José Saer, Mascaró, el Cazador Americano, de Haroldo Conti y Sota de Bastos, Caballo de Espadas, de Héctor Tizón) preludian una reactivación cuya consecuencia, si ha podido sortear los años duros, desconocemos hasta el presente. Nos detendremos, por eso, en la novela de Tizón, pues a sus riquezas intrínsecas, añade un perfil que trataba de corporizarse entonces y que, al parecer, ha sido arrancado de cuajo.
Hoy sabemos, desde ya, que Sota de Bastos, Caballo de Espadas alcanza un andar de solitario jinete en la novelística de los últimos tiempos. Nadie se ha parecido, aquí, tanto al montañón de García Márquez, aunque de sus inacabables hornadas hayan emergido personajes marcadamente diferentes. El colombiano gusta de asignar a cada uno de ellos señales que los hermana en la peripecia común, sobre cuyo trasfondo se desliza la monótona vida de Macondo . La imagen de la aldea por cuyas veredas no transita la historia, sino, en todo caso, el despojo arbitrario que permite a aquélla escribirse en otra parte, nimba su universo creador. Y un hilo de color angustia enhebra esta peripecia a la  novela peruana de Manuel Scorza, a pesar de su diversidad climática. 
 La teoría de la marca, de los hermanos repetidos al infinito, en medio de pases ilusionistas que entrelazan las biografías, unifica en el tiempo a los protagonistas de García Márquez, quizás mas cerca de Faulkner en tal sentido, que el mismo Onetti, a pesar del estilo desemejante. Nada de eso, en cambio, aparece en Tizón, cuya Sota de Bastos... constituye, según parece, jalón inicial para una saga de destino tan incierto como toda la cultura argentina actual. Con el éxodo jujeño como telón de fondo, la novela de Tizón ofrece huella cervantina y rescoldos anatolianos, mientras la imagen de América Latina se dibuja con trazo certero. Una última escena, ya en el colofón, pone ante nosotros la senda que ignoramos si se ha de seguir, y allá lejos, como en pespunte, evoca al Kafka de El Castillo esta aventura a la que nos lanza el novelista jujeño. De ese modo, tras secuencias casi fantasmagóricas, cuyos participantes funden, poco a poco, su personalidad al horizonte histórico que se aleja, el diálogo entre la mujer gorda y la mujer vieja expone las claves de mayor significación:

  -En la punta del cerro hay una casa grande y fuerte construida por los antiguos. Nadie vive áhi y hace mucho que el fuego no alumbra adentro. ¿Has óido hablar de eso?
  -No, mi agüela...
  -Nadie habla de esa casa: pero los primeros que han muerto en la guerra son los que conocían el camino; ahora el viento y las tormentas lo han de ir borrando.
 
¿Cuál habrá sido ese camino borrado sino el de una emancipación territorial que desembocó en frustración? He ahí la visión que alimenta los avances y retrocesos, a ratos perplejos, de Héctor Tizón. Esta visión por otra parte, se repite una y otra vez: despunta tras el éxodo, recién aventados sus ecos, porque Dios ya estaba encuclillado en su cueva, ahora, cuando los pastizales y los helechos, los árboles muertos ardían y habían comenzado a nacer los niños entecos, despintados y tristes, concebidos por ancianos. He ahí el perfil actualizado de una figura que Europa despojó para edificar su esplendor clásico y que hoy subsiste como el pordiosero de la Picaresca, aunque sin sus agallas ni su artería.

O como quien dijera –remata Tizón- : toda guerra hasta hoy ha sido una contienda entre señores, y sólo de aquí en más ha de ser una guerra del pueblo, una guerra del cielo y de la tierra y el agua. Pero no ahora, sino después, cuando estas espadas con sus filos mellados contra los huesos no sirvan de nada.

Y el destino trágico de Iberoamérica despunta en la afiebrada prosa. El saqueo, las matanzas –“Extirpadores y capitales enemigos del linaje humano,...” gritará Bartolomé de Las Casas a los Conquistadores-, la destrucción interminable de sus monumentos, sus tesoros, sus mejores tradiciones, su cultura, su lengua y, naturalmente, su identidad, han servido de pedestal sangriento a potencias que, ya a comienzos de siglo, danzaban unas con otras el macabro ritual de una sociedad en agonía. Su suerte ha sido, pues, servir, constantemente, al enriquecimiento del mundo, sin aprovechar en grado aceptable sus beneficios. Y la independencia, se dirá, ¿no constituye el titánico esfuerzo por emerger del pozo de sombras al que la historia había arrojado a los seres de por acá..? Fue,ciertamente, la gloria mayor del Nuevo Mundo el haber propinado el tiro de gracia a las rémoras imperiales cuyos restos feudales necesitaba remover el capitalismo naciente, para crecer con buen paso. Pero aquella historia, su desarrollo y afianzamiento, transcurrirá ya lejos de sus costas, de donde la soledad esencial de la novela iberoamericana en estos días.
Pues, al fin y al cabo, parece enfrascado en dotar de su mejor imagen al habitante de América, el ácrata Enrico Malatesta, al escribir sobre los héroes que, tras sus luchas,  han obtenido todo lo contrario de lo que pretendían obtener. 
He aquí, repitámoslo, la soledad iberoamericana cuya superación, sin embargo, como registra Tizón, ha comenzado ya al convertir la contienda entre señores en guerra del cielo y de la tierra y el agua... Una misión para los pueblos, cuya crónica ha empezado a escribirse desde el Río Bravo hasta la Patagonia, en beneficio al mismo tiempo de un mejor futuro para la humanidad entera. También tendrá que entenderlo en toda su significación la novela.

                                         ***

Misterioso... este novelista de tierra adentro que ignora particularismos y paisajes –aunque ambas cosas enriquezcan, indirectamente, su pluma- para contarnos de modo alucinante un antiguo episodio de la guerra emancipadora.  Por más que no represente la primera deserción para el nativismo provinciano, cuyas obras han procurado hacer conocer el mundo cómo es el habitante de estos parajes lejanos. Desde Leopoldo Lugones hasta Eustacio Rivera, desde Flavio Herrera hasta César Carrizo, la descripción de la naturaleza, las costumbres, la particular respuesta corajuda del hombre ante las inclemencias terrestres, han sido el signo de una influencia inscripta en el  medanismo de Zola o Maupassant, pero carente de la acerada visual de sus promotores franceses.
Ya Pisarello, Gudiño Krámer y Murillo habían precedido al novelista jujeño. Tizón acaso ofrezca menos objetivismo –o sea se muestre más él en el universo contado- que el autor de Las Lagunas, tan rico en influencia boedista y tan afín a Pratolini en ciertos aspectos, pero el estilo, sí, notoriamente, es más caudaloso en Sota de Bastos... mientras que su conocimiento americano aparece mayor que el de El Fundo del Miedo, cuya publicación dos décadas atrás sembró de expectativas la novelística de su autor, José Murillo, narrador coterráneo de Héctor Tizón. Pues en Sota de Bastos..., anécdota, profundización de la historia y significación estricta del personaje, se articulan en cañamazo único, permitiéndonos abordar otro misterio: cómo en un país devastado por el psicoanálisis, sus criaturas oscilan entre la realidad que debió de ser y la que se grabó a fuego en la conciencia colectiva, sin referencia algunas a las habituales mistificaciones del inconsciente.
Reiteramos... misterio... como el de los singulares protagonistas del drama contado por esta bellísima novela: seres, al parecer, descubiertos por la crónica, cuya inclusión en el relato aporta la inseguridad de destino con que han llegado a la leyenda presente. Ahí nace lo que, en buen romance, tiene Sota de Bastos... de mágico: el muerto que pudo ser y acaso no lo fue, el elegido, con la estrella en los dedos y convertido en centauro para sus perseguidores... Y en medio de todos, repicar de tropas, la silueta de Belgrano, humanizada y doliente, cuando el vigor popular remonta con infatigable decisión las situaciones adversas y dota a su guerra de una actualidad asociable, sin duda, a las de hoy en el Tercer Mundo.
Misterio... enigma que habrá que resolver: estas levas legendarias, desarrapadas y montunas parecieran hundirse en la niebla, en momentos de vislumbrarse la hora del triunfo. ¿...Es que lo fue...? Toda la novela del nativismo exaltó el valor, la bravura, el perfil indómito de la victoria: la emancipación había sido su punto final... ¿Mas, fue, realmente, ése el desenlace..? Porque, mientras la novela se deshacía en alabanzas frente a la mitología que ella mismo creó -¿el niño que pone el coco/ y luego le tiene miedo...?- la estructura socio-económica del Plata se montaba en consonancia con las exigencias del Mercado de Smithfield. Así... el instante de gloria había sido solamente fugaz relámpago en medio de una noche que todavía persiste.  
A este misterio de los pueblos iberoamericanos, dedica, pues, Tizón, sus desvelos de narrador. Y su propia figura raya en lo misterioso, ya que en el país le conocen sólo algunos especialistas. Antes de Sota de Bastos... su nombre halló alguna notoriedad embutido en una Antología de Cuentos de Provincia donde convivía con Poldy Bird, Canal Feijoo y Juan Filloy. Misterio, asimismo, de un arqueo de caja que toma como categoría literaria a la provincia donde uno nace y escribe.
Sota de Bastos, Caballo de Espadas ha de ser publicada por Editorial Crisis, en 1975, poco antes del coup d’Etat que aventó la cultura argentina. Es, por ende, poco probable que la obra haya sido muy leída; por la solapa sabemos que ambas partes de ella fueron compuestas entre una partida y un regreso de la distante Europa. Ahora bien... sólo el desaparecido La Voz, el año pasado, reporteó a un escritor que  regresaba del Viejo Continente, aunque sin aclarar si había permanecido allí en todos estos tristes años. Y hasta aquí lo que sabemos, cuando, obviamente, permanece en nosotros la convicción de que es indispensable la evaluación de lo escrito y pensado en las últimas décadas. Quizás le toque el turno a Tizón, quizás no... Pero Sota de Bastos, Caballo de Espadas seguirá siendo no sólo una bellísima novela, sino el misterioso andar por una senda del ayer aún escasamente transitada por la narrativa argentina.
        
                                                                       Buenos Aires, 1986.


  Publicado en el Nº 7 de Palabras Escritas, Asunción, 2009.

  Corregidor, Buenos Aires, 1993. Sobre otro epígono de Boedo, J. Oscar Dalurzo, hemos escrito  en “El amigo de Roberto Arlt”, Debate, No. 14, Buenos Aires, 1992, sin contar las  numerosas recensiones en Proa, de recopilaciones de Arlt y Borges aparecidas en esos años. Vid más adelante.

Z. Nelly Martínez: “El Silencio que habla: Aproximación a la obra de Luisa Valenzuela”, Corregidor, Buenos Aires, 1994.

  Osvaldo Sabino, opus. cit., pg. 21.

  Sara E. G. De Schunnies: “La Isla de los Organilleros, de Luisa Mercedes Levinson”, Bibliograma, No. 30, Buenos Aires, 1965.

.Max Dickman: “Credo de un Novelista”, Nueva Gaceta, No. 8, Buenos Aires, 1941.

  Borón no aprueba tal calificación de los golpes que han engendrado feroces dictaduras en Hispanoamérica, durante el último medio siglo. Como no es ésta oportunidad para discutir el tema, mantenemos aquí un criterio, llamémosle histórico, puesto que, además, el de Atilio Borón nos parece bastante esquemático. Véase su: “Estado, Capitalismo y Democracia en América Latina”, Imago Mundi, 2ª. Edición, Buenos Aires, 1992.

Recuérdese que “el país” de que se habla aquí, abarca las provincias llamadas pampeanas o “del Cereal”. El Norte y Nordeste comportan otra historia, a veces aludida chuscamente en el popular dicho: “Latinoamérica comienza en Corrientes”.

  AZB: “María del Carmen a la Caza de Símbolos”, Proa, No. 12, páginas 85 á 87, Buenos Aires, mayo / junio de 1994.

  Véase: Mirta Arlt, Leonor Calvera, María del Carmen Suárez, Rolando Costa Picazo, Jorge Cruz y Pedro Orgambide: “Luisa Mercedes Levinson: Estudios sobre su obra”, pgs. 29/35 y 37/42. Publicación del Círculo del Zelofonte. Corregidor, Buenos Aires. 1995. Osvaldo Sabino, opus. cit. y  Luisa Mercedes Levinson: “Obras Completas”, volumen I, con prólogo de Delfín Leocadio Garassa, Corregidor, Buenos Aires, 1992.

  Otras referencias sobre el punto, en nuestro libro: “Las Prisiones de Héctor P. Agosti”, 2 tomos, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1992.

  Luisa Mercedes Levinson solapa de opus. cit. 

AZB: opus. cit. Proa,  Nº 12, Buenos Aires.

  Mirta Arlt: “La Fantasía Zoológica”, en opus. cit.

.Hilda Perera: “Los Robledal”, Novela Finalista Premio Internacional Novedades. Diana-Edivisión, México, 1987.

Joaquín Meabe ha hallado en los archivos de esta tendencia, exponentes  aún más viejos. Vid del Autor. “El Artiguismo y la Filosofía de su Época”,  Anales de la Junta de Historia, Corrientes, 2012.  También “Actualidad del Pasado”, Moglia Ediciones, Corrientes, 2001.

  Publicado en Nuevo Milenio, Nº 2, noviembre 95, Valencia, bajo el título de “Borges en la Biografía”.

Alba de América, Nº 8 y 9, Westminster, California, 1988. Tras algunas vacilaciones, hemos puesto el nombre hoy común de Nordeste, cuyas singladuras no siempre coinciden con el antiguo Litoral por el que anduvo, en verdad, Borges. El Litoral es connotación de la Argentina que voló en pedazos en el 2001 y viene de los días de constitución de la República; la de Nordeste, en cambio, apunta hacia algo aún no definido en el corazón de Sudamérica, y suele incluir el Sur brasileño, cuatro provincias argentinas y la República del Paraguay. Por eso, ha empezado a circular ya lo de región compartida.

  Horacio Salas: “Borges: una Biografía”, Planeta, Buenos Aires, 1994.

  Bajo el título que damos a esta recopilación: “Un Borges de Entrecasa”, se publicó en Palabras- Letras y Cultura de la Región NEA, Nº 1, Buenos Aires, 1995, como recensión de los dos libros de Roberto Alifano: “Conversaciones con Borges” y “Últimas Conversaciones con Borges”, el  último con prólogo de Bernardino Rivadavia, aparecidos con el sello de Torres Agüero, Buenos Aires, 1994. La compilación, aquí,  por revelar aspectos no muy usuales del autor de El Aleph, con este nombre involucra a las demás notas.

.- Roberto Alifano: “Conversaciones con Borges”, 2ª. Edición, Torres Agüero, Buenos Aires, 1994.

  En Roberto Alifano: “Últimas Conversaciones con Borges”, prólogo de Bernardino Rivadavia, Torres Agüero, Buenos Aires, 1994.

  Ibídem.

.- Hoy, a años luz de todas las polémicas de la segunda mitad del siglo XX, muchas de las acusaciones se vuelven vulgares diatribas. ¿Borges defensor de dictaduras, de la oligarquía y de lo peor que ha sufrido Iberoamérica? En la revista Repertorio Americano –Nueva Época, Nº 11, enero-junio del 2001- Minor Calderón Salas destaca el vínculo entre Monge, fundador egregio de la revista y continuador, a su modo, de José Martí en Costa Rica, y el escritor argentino, cuyos ensayos, traducciones y notas se publicaban casi en simultáneo con su publicación argentina. Así, en 1937, cuando las autoridades de la Década Infame mostraban claramente sus simpatías con el nazismo,  aparece, levantado  de la revista Sur, “Una pedagogía del Odio”, con advertencias como la que sigue: “Yo desafío a todos los amateurs de estampas eróticas a que muestren una sola más vil que alguna de las veintidós que componen el libro para niños Trau Keinem Fuchs aut gruener Heid und Keinen Jud bei seinem Eid, cuya cuarta edición está pululando en Baviera... Su objetivo es inculcar en los niños del tercer Reich, la desconfianza y la abominación del judío...” Al año exacto, el mismo Salas escribe de nuevo –Repertorio Americano, Nº 13-14, Costa Rica- : “Política y Literatura: Borges en las revistas literarias y culturales, en las décadas del treinta y cuarenta”, y pone de relieve cómo el narrador de El Aleph anhelaba un relato sin “compromisos” políticos, aunque entre sus laberintos y los personajes que transitan por ellos, está, con frecuencia, la huella de lo que ve y vive... Mientras tanto, no tiene dudas acerca de su posición en otros campos. Por eso,  Repertorio Americano  había trascrito en 1942 otro de sus ensayos, sumamente expeditivo por debajo de la pátina irónica: “Es infantil impacientarse; la misericordia de Hitler es ecuménica; en breve (si no lo estorban los vende patrias y los judíos) gozaremos de todos los beneficios de la tortura, de la sodomía, del estupro y de las ejecuciones en masa...” Lo que  no es sino una muestra de lo publicado en esa etapa por un Borges que desconoció el crítico de los años sesenta.

.María Kodama contó, alguna vez, televisivamente, que Borges había aceptado el lauro por contradecir a quienes le intimaban: “o el Nóbel, o el viaje a Chile...” en una muestra de algo de que no renegará jamás y que comparte, en realidad, con gran parte de la generación martinfierrista: su condición de ácrata...

Vid: “La crisis de la ética modernista en Jorge Luis Borges”, por Juan Carlos Piñeyro (Universidad de Estocolmo), en Palabras Escritas, Volumen 4, página 153, Asunción, 2007.

El naturalismo de Zola, contagiado de impresionismo, coincidía en realidad con Borges, pero su búsqueda pietista y desconsolada en Germinal y Naná pareció inclinar la balanza a favor de los defensores rioplatenses del arte social, sobre cuya teoría más habrían de influir las ideas de  Tolstoi sobre lo artístico que el autor de La Historia Natural del Segundo Imperio.

  José Ángel Valente: “Las Palabras de la Tribu”, Siglo XXI de España, página 255 et al, Madrid, 1971. El subrayado es nuestro.

  Ibídem, página 258.

  Buena parte de lo mencionado aquí, ha sido estudiado en otras obras: “Tres Aproximaciones a Gerardo Pisarello”, IV Centenario, Corrientes, 1988, o “Las Prisiones de Héctor P. Agosti”, 2 Tomos, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1992. A ellas remitimos, pues, cualquier inquietud bibliográfica.

  Expresión del argot porteño, proveniente, al parecer, del catalán cuyo significado peninsular es el de poca cosa ó soplón. En Buenos Aires, equivalía a  vago, nocherniego, creyéndose frecuentemente que el mote venía de la multitud de ranas que poblaban, otrora, los parajes al sur de Barracas.

  Alicia Barrios: Omero Stancato, L’Europeo, 5/IV/79, Roma.

  Opus. Cit., página 260. El subrayado es nuestro.

  Ya el acuerdo cristiano-marxista  desembocaba  en la  Alianza Popular Revolucionaria, mientras que, desde las movilizaciones de Raúl Marturet en contra de los criminales de guerra argelinos acogidos por la ilustre Cancillería, había  permanecido abierto el ciclo  del tercermundismo eclesiástico.

De aquí en adelante, la relación con “Concienza degli esclusi”, del Subcomandante Marcos, a cuya tesis nos hemos referido ya en otros libros. “No basta ya –decía Marcos- con decir no; hay que hallar alguna cosa que valga por , es decir, empujar a la sociedad civil a echar las bases de algo nuevo... Pues –hasta Bobbio lo percibió en sus escritos últimos-  ningún orden alternativo surge si no es del seno de la Sociedad Civil  anterior”. Véase nuestros: “La Crisis de las Naciones”, edición de 2002, y “Cristianos y Marxistas en el Contrafuego”, Moglia ediciones, Corrientes.

  Los Juzgados Federales han sido, en el país,  órganos de represión sobre aquellos Estados Provinciales a los que las intervenciones, una tras otra, habrían de desmantelar en beneficio del área pampeana. Y si el que juzgó en Corrientes por traición a la patria –hoy lo llamaríamos de otro modo, pero no viene al caso- a los que lucharon junto a Solano López,  sin animarse a castigar, es porque no le dio el cuero para hacerlo. Como tampoco le dio el cuero cuando quiso utilizar, un año atrás, la Gendarmería, para agredir al Movimiento Democrático Policial. La matanza del Puente, por otra parte, poca investigación merece: la ordenó el progre Storani, asustado por la radicalidad en la demanda de Participación – hoy la consagra la Carta Magna y varias Cartas Orgánicas- y el respaldo armado de la Policía -resto de la antigua Milicia- a los Auto convocados. El retiro pronto del ocupante  y sus tanquetas, impidió expandirse el reclamo popular de guerrilla urbana.

  Joaquín Meabe: “La rutinización de la Indiferencia ética y el aplanamiento de los valores en la Argentina actual”, Dikaiosine, Nº 19, Mérida, Venezuela, 2007.
 

Publicado en Alba de América, Instituto Literario y Cultural Hispánico, Westminster-Ca, 1987, páginas 189 á 193,  reflejaba el regreso de Tizón desde el exilio. Con el correr de años y  obras, habría de convertirse en el referente argentino del ciclo novelístico iberoamericano cuya denominación común de boom se ha instalado ya en todas partes.  La revista Ñ, Nº 462, del 4 de agosto de 2012, lo homenajeó mediante la última colaboración enviada a ese medio por el propio Tizón, titulada “El Arte, la Moda y la Muerte”. Había fallecido una semana antes a la edad de 82 años.

Movimiento literario comprometido y preferentemente narrativo, que tomó el nombre de Boedo de la avenida en la que se alzaban sus editoriales. Puede decirse que el boedismo ha inficionado buena parte de la narrativa que se haya escrito en la Argentina a partir de los años Veinte.

Ya por los días en que este trabajo se escribía, había aparecido en José Gabriel Cevallos su  pintura de Buena Vista, verdadero hallazgo pese a las aparentes  afinidades con Gabo (ya lo escribí alguna vez en Proa). Pues sus figuras suelen estar más cerca de Scorza que de aquél y el paisaje carece de tropicalidad, tornándose más vale gris, ceniciento, sacudido de tanto en tanto por tornados,  cuyo impacto, sin embargo, no altera el  orden sólidamente pre-establecido.

En realidad,  suele creerse a este nativismo de Martiniano Leguizamón o de La Guerra Gaucha, de Leopoldo Lugones, -lo explicita  Juan Marinello en Martí, un Escritor Americano, Fondo de Cultura Económica, México, 1956- un regreso saludable del cosmopolitismo modernista. La atención  que Mariátegui brinda, empero, en El Alma Matinal, Amauta, Lima, 1959,  a las realizaciones del strapaese italiano,  muestran un parentesco con ciertas inquietudes europeas, y su influencia sobre nosotros,  no siempre investigadas. Pero no es éste el momento de  abocarse a su elucidación.

Ediciones Orión, Buenos Aires 1974.

Demás está decir, que estas conclusiones tienen que ver con el momento en que fueran escritas. Más tarde, la búsqueda en la historia se ha vuelto actividad generalizada cuyo balance no figura entre los objetivos de esta compilación. 

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