HOMENAJE EN LA BIBLIOTECA NACIONAL
Septiembre 2, 2008

Por LUISA VALENZUELA

¿Cómo acercarse al recuerdo de una madre? Quizá marcando algunos hitos que van desde la fascinación infantil a esa otra fascinación mucho más compleja de la edad adulta. "A los padres" supo decir Oscar Wilde "primero se los admira, después se los juzga, a veces se los perdona". Puede que la cita no sea verbatim, pero era así como le gustaba repetirla a Lisa. Lo mío no tuvo esa gradación tranquilizadora porque todo vino mezclado.
Hoy, 4 de septiembre, se cumplen veinte años y seis meses (ella despreciaba las fechas redondas) de su fallecimiento y nunca falta quien se me acerque, joven o viejo, para recordarla en su intensa, radiante persona. Veinte años, entonces, desde que se fue la mujer de los sombreros blandos y los chales etéreos y las palabras que calaban hondo pero que con toda liviandad ella sabía dejar flotando en el aire, como sus chales. . "Siempre he tenido amistades de 40 años, a mis 15 y ahora", solía decir Lisa, y el ahora nunca marcaba una determinada cifra, para ella, porque insistía en que era imposible confiar en una mujer que confesara su edad.
Hoy, gracias a esta magnífica gestión de nuestra Biblioteca Nacional, un diminuto libro con seis de sus mejores cuentos se vende en una bella máquina expendedora de cigarrillos. Lisa que nunca fumó habría estado encantada con la idea. De todos modos la muerte también era una forma de humo, para ella. Recuerdo cuando abandonó un curso de hindusimo y meditación trascendental alegando que al morir, si la iban a buscar dioses azules con trompa de elefante y seis brazos se pegaría un susto por falta de costumbre, prefería que la buscasen sus santitos de siempre. Así era su sentido del humor con seriedad implícita. Y cuando en 1986, en el Salón Dorado del Teatro Colón la honraron con el Mitsuda de oro, prefirió centrarse en el verbo orar. Y en una entrevista firmada por Noemí Paz aclaró que siempre estaba orando porque "la vida para mí es algo maravilloso, y la muerte, que está tan unida a ella, también. Me gustaría hacer planes para la vida después de la muerte: quiero hacer ese pasaje con alegría. Aquí nada es permanente, nos transformamos en forma continua, creo que a esta altura de mi vida mis libros son más reales que yo".
No hay duda de que ésa era su verdadera apuesta: la realidad de sus libros, que después de haber recibido tantos espaldarazos, sobre todo de franceses de la talla de Saint John Perse o Roger Caillois, hoy navegan en un limbo al que sólo acceden los iniciados. Leopoldo Brizuela cierra el prólogo al volumen de los Cuentos Completos de LML, publicados póstumamente por Corregidor, con el siguiente párrafo:
Sus gatos y adornos de los más diversos ámbito, su ropa elegida con preciso cuidado y desprecio por la moda, eran los signos con que una aventura interior secreta, inusualmente arriesgada, contaba su propia historia en el largo relato de la Literatura Argentina. . Aparece Levinson, sí, como otro de los seres de esa mitología ecléctica con que reemplazó a sus antiguas creencias, salvada para siempre, mito ella misma que parece decir, entre todas las voces y con Marina Tsvietáieva. "Mis lectores pertenecen, ay, al siglo XX; pero yo, ¡yo soy anterior a todo siglo...!
Y María Rosa Lojo abrió la presentación dicho libro diciendo:
En los cuentos de luminosa textura de Luisa Mercedes Levinson, los personajes nos hablan como si llegase de un sueño: presencias, sonidos, murmullos, contactos, visiones, aparecen magnificados y potenciados: intensamente próximos y a la vez ajenos y extraños, guardando la distancia propia de seres de otro mundo. Parte de la paradoja de estos seres, de su cercana ajenidad, proviene, seguramente, de las subversiones mágicas del lenguaje poético, que caracteriza, como una marca inconfundible, la escritura de la autora.
Magia, agudo sentido del humor, misticismo ecléctico, defensa a ultranza de la intuición, misterios de la vida y de la muerte. En tanto hija, había que aprender a convivir con ese mix, con el inglés y el francés que se colaba en los intersticios de su decir, con el arpa y el piano y sus canciones, con la multiplicación de gatos que a veces superaban la veintena y habitaban diversos sectores de la casa de Belgrano, con la casa en sí que era toda una presencia. Como hija, digo, porque como futura escritora eso debió de haberme enriquecido. Pero yo no soñaba con ser escritora, quería ser aventurera, físico-matemática, pintora, cualquier cosa para alimentar mi voraz curiosidad. Porque abundaron los hitos a los que aludí al principio, siempre acechantes, y se ve que un día llegaron a cuajar.
Mi madre (en aquel entonces mi Vieja, para su disgusto) siempre se supo multifacética, pero en el reduccionismo de la infancia yo la veía dual y nunca muy presente para mí pero admirada. Durante el día casi no abandonaba la cama, y era una cama llena de papeles de toda laya donde ella desgreñada y despreocupada escribía y escribía en infinitos cuadernos, algunos de los cuales sobreviven aún, algo dañados por los gatos y llenos de tachaduras y de enmiendas. Había una valija de esas antiguas de cartón, recuerdo, donde mucho más tarde los fue acumulando y de donde pude rescarlos. Corregir, confesó más de una vez, era lo que mayor placer le procuraba. El tiempo de la escritura y de la reescritura estaba configurado por largas horas prolíferas, supinas, diurnas como ella. Lisa era una personalidad diurna, sí, y riente y desbordante de amor --insistía-- que en realidad amaba la noche y sus misterios. Por eso mismo, antes de la hora del cóctel un buen baño la transformaba en la otra. ¿Cuál de las dos era la Cenicienta? La magia se trastoca, la verdad está donde no se ve. La Cenicienta no era la desgreñada que vestía camisón, no: en esa instancia que el hada la tocaba. Más tarde, la brillante anfitriona que abría sus puertas a todos, desde los más grandes intelectuales a los aspirantes más humildes, era quizá tan solo su reflejo. Empanadas y vino en las épocas más duras, regios tés los domingos y cenas de verdad en los tiempos en la mejores. Reuniones que continuaron en esa misma casa con el Club del Zelofonte, donde las amigas y amigos más cercanos, colegas, cómplices, se reunián amenudo con Willy para recordarla, para hacer trabajos sobre su obra, para simplemente marcar una presencia. Barajo algunos nombres entrañable de esa época:
Leonor Calvera, Rolando Costa Picaso, Ana María Torres, Ambrosio Vecino que fue mi maestro, la querida Mildred Burton que acabamos de perder, Rubén Vela, Laura Nicastro, Pérez Becerra, ese estupendo dibujante que Lisa decubrió pintando (él, no ella, claro) en Plaza San Martín, para sólo mencionar a los más asiduos y seguro omito varios y les pido perdón.

Sobre el tema de la Cenicienta a la inversa, se ve que algo habré entendido, de chica. Las magias transformativas me dejaban con poca madre pero me abrían a muy diversos mundos. A eso de mis diez, once años, cuando empezó a publicar aquello que desde siempre había estado escribiendo a escondidas, cuando inventó el seudónimo Lisa Lenson "para no avergonzar a la familia", yo fui la más orgullosa de las hijas. Todavía tengo el desmesurado álbum donde pegué los cuentos y novelas por entrega que la nueva Lisa publicaba en revistas como Estampa, El Hogar, Leoplán, Atlántida. Lo que no hay son fechas. Para la autora del libro El estigma del Tiempo, del cuento "El pesador de tiempo", ese invento de los humanos carecía de importancia. Su diminuto reloj pulsera de oro era un adorno más, como el espejo retrovisor de su Citroën 2cv: útil sólo para arreglarse el peinado siempre un poco rebelde. La imaginación era su hada madrina, la visitaba en las horas supinas de contemplar el cielorraso del dormitorio y se ve que también la protegía cuando circulaba al volante.
Pocos años más tarde, otro hito para ser evocado. El que significó la escritura del cuento "La hermana de Eloísa", en colaboración con Borges. El entonces llamado Georgie. Y lisa se encerraban largas horas en el comedor de casa a trabajar. Casi siempre se oían risas, gloriosas risas porque Borges sostenía --y lo demostraba junto a Bioy Casares-- que sólo se podía escribir con otro dándole rienda suelta al sentido del humor. Lisa sabía bien hacerle honor a la propuesta.
De esos encierros y esas risas nació "La hermana de Eloísa", un cuento no demasiado feliz en lo que a literatura respecta, pero muy feliz para sus autores que se divirtieron componiéndolo. Porque la experiencia le resultó a Lisa no sólo un aprendizaje --como bien supo explicar mil veces-- de lo que significa escribir de verdad, corrigiendo y corrigiendo hasta encontrar lo más parecido a la perfección, sino que la obligó a salirse de sí misma para situarse en el lugar de la alteridad desde donde se escribe. De allí pasó directamente a escribir "El Abra", el cuento que más fama habría de darle, una obra de fuerza condensada, de pasión. De allí nació, mejor dicho renació, la verdadera Luisa Mercedes Levinson, con su nombre de soltera, asumiéndose en toda su capacidad y dimensión de escritora.
Y así fue escrita toda su obra subsiguiente, que culminó en la novela sobre su nahual, su animal mítico, El último Zelofonte, un legado de humor, erotismo y esperanza. Hay una bella carpeta de dibujos de la pintora Mildred Burton sobre esa novela. Era gran amiga de Lisa, acaba de morir, también formaba parte de los hitos y los mitos.

Fueron muchas las puertas de acceso al secreto que Lisa logró entreabrir. Porque eso es sobre todo su escritura: un paso más allá de lo conocido, una comprensión de algo que sabemos está allí pero tan velado que apenas tenemos una insinuación momentánea. Lisa siempre amó los velos de toda laya, tanto los reales como los metafísicos y metafóricos, y con su obra nos ayuda a descorrerlos, a desgarrarlos si fuera necesario.

Han pasado veinte años desde que la pseudo Cenicienta se fue del baile de vaporosos chales, uno a uno han partido sus sucesivos príncipes, Pablo Valenzuela y Guillermo Klappenbach, Willy, conocido como en cuento de hadas junto al príncipe de Kapurtala su gran amigo. Queda la Lisa que muy derridianamente por siempre-ya sigue escribiendo porque quedan sus libros, más reales que su vida según nos dijo.
"A los pies de la cama, asentado en el suelo, erguido, con su mirada guardadora un poco irónica, un poco angélica, un poco 'y bueno, no es para tanto' está el o la ¿qué importa? el de siempre, el de hoy y el de pasado mañana, el último Zelofonte".


Palabras Preliminares THE TWO SIBLINGS and other stories de Luisa Mercedes Levinson.
Traducción deSylvia Ehrlich Lipp. P
ara Willy Klappenbach in memoriam

por LUISA VALENZUELA


Ante todo quiero expresar mi agradecimiento a Sylvia Erlich Lipp, sin cuya dedicación y talento no tendríamos las excelentes traducciones de la obra de Luisa Mercedes Levinson al inglés. Tengo también motivos puramente personales para agradecerles a ella y a Yvette Miller la publicación de este libro, porque repasando las pruebas de página volví a vivir tiempos de mi primera juventud cuando la ayudaba a mi madre en idéntica tarea de supervisión, que me resultaba fascinante. Una leía el original en voz alta, la otra estaba atenta a que no se le hubiera escapado ni una coma al tipógrafo. Fue posiblemente un aprendizaje de escritura que no supe apreciar en su momento, apreciando eso sí -- y cómo-- el privilegio de poder meterme de lleno dentro de una historia. Tendría yo entonces unos trece, catorce años. Un par de años antes mi madre me había pedido que le armara un álbum con sus trabajos publicados en diversas revistas. En la librería compré el bloc de dibujo más enorme que encontré. El resultado fue un álbum muy poco practico pero representativo de la admiración que ya sentía por los cuentos de Lisa.
Ella se llamaba Lisa en ese entonces, sí, pero como seudónimo: Lisa Lenson. No eran tiempos de darse a conocer en letra impresa con el propio nombre "para no avergonzar a la familia". Eramos poquitos en esa familia, y todos nos sentíamos orgullosos de sus escritos, pero la tradición suele ser más fuerte que la realidad, y no para los otros no resultaba de buen gusto que la mujer se luciera en público con su talento. También es cierto que el seudónimo fue en un principio fruto de lo que en esa época se consideraba una forma de claudicación: la necesidad de ganarse unos pesos trabajando en, digamos, periodismo. La revista se llamaba cursimente Idilio y hacía honor a su nombre: fotonovelas, historias del corazón. Pero estaba hecha por un equipo sorprendentemente inteligente, que incorporó escritores de talento. A Lisa, a la sazón Luisita Levinson de Valenzuela (que acababa de completar su primera novela, La Casa de los Felipes, y no sabía aún cómo firmarla ni quién habría de publicarla), le propusieron escribir "cartas de amor" en correspondencia con Conrado Nale Roxlo, extraordinario poeta y a la vez humorista genial bajo el nombre de Chamico. Fueron cartas semanales que conformaban historias apasionantes y variadísimas. Esto llevó (¿o habrá sido a la inversa?) a que Lisa se encontrara siendo la Miss Lonelyhearts de Buenos Aires. "Secreteando con Lisa Lenson" resultó una página de "correo del corazón" en la cual Lisa podía desplegar toda su compasión y su amor por los demás, cosa que como bien saben quienes la conocieron fue una de sus marcas de fábrica junto con su sense of humor y ese encanto que casi casi podríamos llamar seducción innata .
Dejó de trabajar en Idilio a los pocos años, pero el nombre Lisa se le quedó prendido, y la bolsa de historias casi repleta con la que había venido al mundo se le completó con temas del desgarramiento cotidiano. Historias que naturalmente fueron transmutadas y fertilizadas, despojadas de toda su cursilería inicial, como corresponde. Porque Lisa fue una verdadera alquimista, una oficiante de la palabra.
Luisita Levinson Jové hacia versitos para los cumpleaños de sus amiguitas e inventaba canciones para los invitados de su mamá y su papá. La bella nena de bucles castaños casi rojos podía presentarse en la gran sala de su casa en la Avenida de Mayo a distraer a los invitados por un rato. ¡Era tan graciosa recitando sus propios poemas! Pocos años atrás encontré un cuaderno con algunos de dichos poemas, algunos compuestos bien pasada la adolescencia. Es realmente un maravilloso milagro-- relacionado con lo real maravilloso-- que de allí haya podido surgir la escritora de fuste que conocemos.
Cierto es que mucha agua pasó bajo los puentes, y pasó también Jorge Luis Borges, ese elixir de vida literaria. Él era Georgie, en aquel entonces, para los amigos.
Hablo de la época del primer peronismo, cuando los escritores eran valorados como corresponde, es decir que resultaban altamente sospechosos -- hasta peligrosos--, y la palabra intelectual no estaba manoseada. Entonces gente como Borges, Sábato, Mallea, los grandes exiliados españoles en torno a Arturo Cuadrado, José Luis Lanuza, más tarde Beatriz Guido y Syria Poletti, todos, se reunían en la casa de Lisa en el barrio de Belgrano a dar conferencias, o a conspirar sobre candentes temas literarios tales como la imposibilidad de la intrusión de la política en la literatura.
Fue entonces cuando Georgie y Lisa decidieron escribir un cuento en colaboración. Y se encerraban largas horas en el comedor a trabajar. Casi siempre se oían risas, gloriosas risas porque Borges sostenía --y lo demostraba junto a Bioy Casares-- que sólo se podía escribir con otro dándole rienda suelta al sentido del humor. Lisa sabía bien hacerle honor a la propuesta.
De esos encierros y esas risas nació "La hermana de Eloísa", un cuento no demasiado feliz en lo que a literatura respecta, pero muy feliz para sus autores que se divirtieron componiéndolo. De allí nació también, mejor dicho renació, la verdadera Luisa Mercedes Levinson, con su nombre de soltera, asumiéndose en toda su capacidad y dimensión de escritora. Porque la experiencia le resultó no sólo un aprendizaje --como bien supo explicar mil veces-- de lo que significa escribir de verdad, corrigiendo y corrigiendo hasta encontrar lo más parecido a la perfección, sino que la obligó a salirse de sí misma para situarse en el lugar de la alteridad desde donde se escribe. De allí pasó directamente a escribir "El Abra", el cuento que más fama habría de darle, una obra maestra de fuerza condensada, de pasión. Los intelectuales franceses admiraron este cuento cuando Roger Caillois lo publicó y se lo entregó a Francis de Miomandre, a Jean Cassoux. A Saint John Perse. Muchas antologías lo han recogido, quizá por eso no figure en esta selección de cuentos de la autora que siguió llamándose Lisa ya no como seudónimo sino como bien ganado apelativo afectuoso.
De quien tengo una imagen recurrente:
Lisa en la cama, rodeada de papeles, con la Lettera 22 sobre la panza, escribiendo. Pero eso es en el piso alto de la casa. En las primeras épocas, cuando los dormitorios estaban abajo, no había máquina de escribir sino páginas y páginas manuscritas, ya perdidas, pisoteadas y demás por los gatos.
Los gatos, los gatos, los gatos. Aparecen en los cuentos, no necesito hablar de ellos; algunos salvajes, casi, otros en exceso caseros y procreadores. Sólo quiero destacar a Puce a l'Oreille, así llamada porque siempre se le instalaba a Lisa en el hombro mientras ella escribía y le babeaba la oreja. Y, según ella decía, le soplaba secretos.
Por lo tanto los gatos parecerían haber sido una de las tantas puertas de acceso al secreto que Lisa logró entreabrir. Porque eso es sobre todo su escritura: un paso más allá de lo conocido, una comprensión de algo que sabemos esta allí pero tan velado que apenas tenemos una insinuación momentánea. Lisa con su obra nos ayuda a descorrer velos, a desgarrarlos si fuera necesario.
Bien que a ella le gustaban los velos, como podemos atestiguar quienes la conocimos. Tengo su foto de los dos años, disfrazada de lánguida odalisca. Pero al principio de su vida adulta los velos se vieron domesticados por un rato y fueron sólo tules que colgaban tenues del sombrero, con "moscas" como se llamaban entonces unos sutiles lunarcitos de terciopelo. Eran sus épocas de señora burguesa que iba a tomar el té al último piso de Harrod's. Burguesa hasta ahí nomás: cierto día se engalanó con un tul más tenue que de costumbre quizá para que pudieran apreciarse sus bellos ojos de almendra, y fue a Harrod's a las cinco de la tarde para conocer al hijo del Maharajá de Kapurtala. Etelvina de Sinclair hizo las presentaciones del caso y también le presentó al íntimo amigo argentino del delfín de Maharajá. Era Willy Klappenbach, que quedó para siempre al abrigo de ese tul de ilusión.
De la fascinación que ejercía LML ya se ha dicho mucho. Quizá demasiado. En cierta medida el encanto de su personalidad le hizo sombra a su talento de escritora. Los que la conocieron tendían --tienden-- a referirse más a sus mots d'esprit o a sus anécdotas que a la esencia de su literatura. No quisiera incurrir en idéntica omisión culposa más de la cuenta. Porque aquello que Lisa desplegaba ante los demás era apenas la punta del iceberg de lo que su obra repartía a manos llenas. Percepciones, intuiciones, reescrituras del mito, libre imaginación fluyente y tanto más que sagaces estudiosos han reconocido y analizado a fondo: Ricardo Mosquera Eastman, Rubén Vela, Leonor Calvera, Osvaldo Sabino, María del Carmen Suárez, entre otros. Para no hablar de la crítica francesa que celebró a conciencia la aparición de sus libros traducidos. Ellos mejor que yo pueden definir el valor de esta obra de la que estoy demasiado cerca, que en cierta forma me corre por la sangre. Por mi parte sólo puedo dar constancia una vez más del deslumbramiento que me siguen produciendo muchas de sus páginas en las cuales un conocimiento profundísimo aflora desde un saber/no saber propuesto por el acto de creación poética en su esencia más pura. Y femenina.


FREUD & LISA
Publicado en La mujer de mi vida

Por LUISA VALENZUELA

¡Qué sería de Freud sin las madres! solía exclamar un viejo amigo. Han pasado como mil años y hoy lo recuerdo cuando, puesta a optar, dejo de lado dos años de provechoso análisis y me centro en una mera anécdota de cierre.
Esto me pasa por haber ido contra la corriente. Porque en mi casa materna el psicoanálisis no se puede decir que fuera anatema, pero casi. Quizá porque en el '51, cuando apareció La Casa de los Felipes, primera novela de mi señora madre Luisa Mercedes Levinson que en ese entonces firmaba Lisa Lenson, cierto joven y muy moderno crítico hizo en público una exégesis freudiana de la misma y a Lisa le dio un soponcio. La intelligenzia porteña allí presente se indignó como si por primera vez oyeran hablar de envidia del pene o de fijación anal o de libido. Nada inocente era la novela de mi madre, pero sí su psiquis. Virgen de psicoanálisis como habría de decir unos treinta años después cuando... pero eso viene más adelante.
En 1951 yo era demasaido chica como para ir a presentaciones de libros aunque fueran maternos, pero no para prestar atención a lo que se hablaba más tarde en el living de casa. Borges y Mallea y todos los respetados caballeros de las letras, hasta Sábato, defendían indignados el honor de la doncella que no era tal por supuesto pero sí muy atractiva. Y la nena que estaba allí como un mueble más, mueble parlante en general pero en este caso mudo, fue captando el oscuro encanto del tema y cuando no había nadie en la casa acostumbró a trepar hasta el anaquel más inaccesible de la biblioteca donde estaba un libro no prohibido, no, ella podía leer de todo porque nadie le prestaba atención, pero un libro de difícil acceso -intelectual, digamos. Eran el Freud, de Emil Ludwig, que durante los primeros años de su adolescencia le sirvió de lectura porno junto con El diablo en el cuerpo de Raymond Radiguet.
Así empezó mi experiencia psicoanalítica: de ojito. Y de ojito siguió, o mejor dicho de ojo deslumbrado, desvelado, porque en París, a principios de los '70, en el muy bohemio taller de Lea Lublin encontré una noche los Écrits de Lacan y no pude parar de leerlos. Fui instantáneamente atrapada por "La instancia de la letra en el inconsciente" y por esa escritura semi incomprensible, arrevezada y bella. Mi vida de errancias estaba en pleno y volví a BAires hecha una hoja al viento, un ser desmigajado. Entonces los rencontré: mis amigos y confidentes de antes, Araceli Gallo y Guillermo Maci, ya casados, devenidos célebres psicoanalistas los dos, él dictando seminarios sobre Lacan. Me metí de cabeza en los seminarios mientras sufría tironeos contradictorios. Los escritores de la generación anterior a la mía repetían que el análisis sólo servía para matar la imaginación, mientras mis coetáneos ya no te preguntaban de qué signo astrológico eras sino con quién te analizabas.
Decidí que mi imaginación no era tan lábil como el resto de mi almita, y opté por el análisis. Pero una sola profesional me convencía. Y hube de renunciar a las salidas sociales con Araceli Gallo, ya conocida como Chela Maci, para poder analizarme con ella. Y durante dos memorables años asimilé teoría de boca de uno para después apreciar junto a la otra la puesta en práctica de dicha teoría. Muchas palabras mías y pocas de ella, pero directamente al blanco. Aprendí así cómo pueden levantarse los velos sin por eso desvelar la fantasía, y armé bastante bien mi rompecabezas de entonces y pude aceptar nuevamente la errancia. Los años se volvieron de plomo también para el análisis y en el '78 dejé el país con mucho resquemor desde la política y una consigna desde el diván: romper con la fascinación materna. Nunca vas a armar tu vida de manera plena si seguís fascinada con tu madre, fueron quizá las palabras de despedida de mi analista.
Cuando en el '83 vine de New York para los festejos del retorno a la democracia, mi santa madrecita me volvió a tirar encima uno de sus malditos reproches. Entonces pude darle el ultimátum: o encuentro conjunto con Chela Maci o pérdida de hija. Aceptó sacrificar lo que ella llamaba su virginidad psicoanalítica y, sentadas en el mismo consultorio que había escuchado mis antiguas cuitas, Lisa contó las suyas. Con toda gracia, claro está, desplegando sus plumas. Habló de los tés dançants a los que sólo podía ir acompañada por su propia madre que le hacía pasar vergüenza porque iba con vestidos floreados de pronunciado escote mientras las demás madres, dignas matronas engordadas a masitas, parecían "huevos de luto" (sic).
En ese momento dejé de preocuparme porque entendí que el mal que me aquejaba, de transmisión matrilineal, era congénito. Pero también era contagioso, porque cuando quedamos solas esperé de mi analista unas apreciaciones agudas sobre mi progenitora que me devolverían a mi ideal del yo o lo que fuere, pero ella sólo emitió una frase. Tu madre es fascinante, me dijo.
Y yo nunca pude deducir si así reconocía mi capacidad de apreciación, o me desahuciaba.

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