|
HOMENAJE EN LA BIBLIOTECA NACIONAL
Septiembre 2, 2008
Por LUISA VALENZUELA
¿Cómo acercarse al recuerdo de una madre?
Quizá marcando algunos hitos que van desde la fascinación
infantil a esa otra fascinación mucho más
compleja de la edad adulta. "A los padres" supo
decir Oscar Wilde "primero se los admira, después
se los juzga, a veces se los perdona". Puede que
la cita no sea verbatim, pero era así como le gustaba
repetirla a Lisa. Lo mío no tuvo esa gradación
tranquilizadora porque todo vino mezclado.
Hoy, 4 de septiembre, se cumplen veinte años y
seis meses (ella despreciaba las fechas redondas) de su
fallecimiento y nunca falta quien se me acerque, joven
o viejo, para recordarla en su intensa, radiante persona.
Veinte años, entonces, desde que se fue la mujer
de los sombreros blandos y los chales etéreos y
las palabras que calaban hondo pero que con toda liviandad
ella sabía dejar flotando en el aire, como sus
chales. . "Siempre he tenido amistades de 40 años,
a mis 15 y ahora", solía decir Lisa, y el
ahora nunca marcaba una determinada cifra, para ella,
porque insistía en que era imposible confiar en
una mujer que confesara su edad.
Hoy, gracias a esta magnífica gestión de
nuestra Biblioteca Nacional, un diminuto libro con seis
de sus mejores cuentos se vende en una bella máquina
expendedora de cigarrillos. Lisa que nunca fumó
habría estado encantada con la idea. De todos modos
la muerte también era una forma de humo, para ella.
Recuerdo cuando abandonó un curso de hindusimo
y meditación trascendental alegando que al morir,
si la iban a buscar dioses azules con trompa de elefante
y seis brazos se pegaría un susto por falta de
costumbre, prefería que la buscasen sus santitos
de siempre. Así era su sentido del humor con seriedad
implícita. Y cuando en 1986, en el Salón
Dorado del Teatro Colón la honraron con el Mitsuda
de oro, prefirió centrarse en el verbo orar. Y
en una entrevista firmada por Noemí Paz aclaró
que siempre estaba orando porque "la vida para mí
es algo maravilloso, y la muerte, que está tan
unida a ella, también. Me gustaría hacer
planes para la vida después de la muerte: quiero
hacer ese pasaje con alegría. Aquí nada
es permanente, nos transformamos en forma continua, creo
que a esta altura de mi vida mis libros son más
reales que yo".
No hay duda de que ésa era su verdadera apuesta:
la realidad de sus libros, que después de haber
recibido tantos espaldarazos, sobre todo de franceses
de la talla de Saint John Perse o Roger Caillois, hoy
navegan en un limbo al que sólo acceden los iniciados.
Leopoldo Brizuela cierra el prólogo al volumen
de los Cuentos Completos de LML, publicados póstumamente
por Corregidor, con el siguiente párrafo:
Sus gatos y adornos de los más diversos ámbito,
su ropa elegida con preciso cuidado y desprecio por la
moda, eran los signos con que una aventura interior secreta,
inusualmente arriesgada, contaba su propia historia en
el largo relato de la Literatura Argentina. . Aparece
Levinson, sí, como otro de los seres de esa mitología
ecléctica con que reemplazó a sus antiguas
creencias, salvada para siempre, mito ella misma que parece
decir, entre todas las voces y con Marina Tsvietáieva.
"Mis lectores pertenecen, ay, al siglo XX; pero yo,
¡yo soy anterior a todo siglo...!
Y María Rosa Lojo abrió la presentación
dicho libro diciendo:
En los cuentos de luminosa textura de Luisa Mercedes Levinson,
los personajes nos hablan como si llegase de un sueño:
presencias, sonidos, murmullos, contactos, visiones, aparecen
magnificados y potenciados: intensamente próximos
y a la vez ajenos y extraños, guardando la distancia
propia de seres de otro mundo. Parte de la paradoja de
estos seres, de su cercana ajenidad, proviene, seguramente,
de las subversiones mágicas del lenguaje poético,
que caracteriza, como una marca inconfundible, la escritura
de la autora.
Magia, agudo sentido del humor, misticismo ecléctico,
defensa a ultranza de la intuición, misterios de
la vida y de la muerte. En tanto hija, había que
aprender a convivir con ese mix, con el inglés
y el francés que se colaba en los intersticios
de su decir, con el arpa y el piano y sus canciones, con
la multiplicación de gatos que a veces superaban
la veintena y habitaban diversos sectores de la casa de
Belgrano, con la casa en sí que era toda una presencia.
Como hija, digo, porque como futura escritora eso debió
de haberme enriquecido. Pero yo no soñaba con ser
escritora, quería ser aventurera, físico-matemática,
pintora, cualquier cosa para alimentar mi voraz curiosidad.
Porque abundaron los hitos a los que aludí al principio,
siempre acechantes, y se ve que un día llegaron
a cuajar.
Mi madre (en aquel entonces mi Vieja, para su disgusto)
siempre se supo multifacética, pero en el reduccionismo
de la infancia yo la veía dual y nunca muy presente
para mí pero admirada. Durante el día casi
no abandonaba la cama, y era una cama llena de papeles
de toda laya donde ella desgreñada y despreocupada
escribía y escribía en infinitos cuadernos,
algunos de los cuales sobreviven aún, algo dañados
por los gatos y llenos de tachaduras y de enmiendas. Había
una valija de esas antiguas de cartón, recuerdo,
donde mucho más tarde los fue acumulando y de donde
pude rescarlos. Corregir, confesó más de
una vez, era lo que mayor placer le procuraba. El tiempo
de la escritura y de la reescritura estaba configurado
por largas horas prolíferas, supinas, diurnas como
ella. Lisa era una personalidad diurna, sí, y riente
y desbordante de amor --insistía-- que en realidad
amaba la noche y sus misterios. Por eso mismo, antes de
la hora del cóctel un buen baño la transformaba
en la otra. ¿Cuál de las dos era la Cenicienta?
La magia se trastoca, la verdad está donde no se
ve. La Cenicienta no era la desgreñada que vestía
camisón, no: en esa instancia que el hada la tocaba.
Más tarde, la brillante anfitriona que abría
sus puertas a todos, desde los más grandes intelectuales
a los aspirantes más humildes, era quizá
tan solo su reflejo. Empanadas y vino en las épocas
más duras, regios tés los domingos y cenas
de verdad en los tiempos en la mejores. Reuniones que
continuaron en esa misma casa con el Club del Zelofonte,
donde las amigas y amigos más cercanos, colegas,
cómplices, se reunián amenudo con Willy
para recordarla, para hacer trabajos sobre su obra, para
simplemente marcar una presencia. Barajo algunos nombres
entrañable de esa época:
Leonor Calvera, Rolando Costa Picaso, Ana María
Torres, Ambrosio Vecino que fue mi maestro, la querida
Mildred Burton que acabamos de perder, Rubén Vela,
Laura Nicastro, Pérez Becerra, ese estupendo dibujante
que Lisa decubrió pintando (él, no ella,
claro) en Plaza San Martín, para sólo mencionar
a los más asiduos y seguro omito varios y les pido
perdón.
Sobre el tema de la Cenicienta a la inversa, se ve que
algo habré entendido, de chica. Las magias transformativas
me dejaban con poca madre pero me abrían a muy
diversos mundos. A eso de mis diez, once años,
cuando empezó a publicar aquello que desde siempre
había estado escribiendo a escondidas, cuando inventó
el seudónimo Lisa Lenson "para no avergonzar
a la familia", yo fui la más orgullosa de
las hijas. Todavía tengo el desmesurado álbum
donde pegué los cuentos y novelas por entrega que
la nueva Lisa publicaba en revistas como Estampa, El Hogar,
Leoplán, Atlántida. Lo que no hay son fechas.
Para la autora del libro El estigma del Tiempo, del cuento
"El pesador de tiempo", ese invento de los humanos
carecía de importancia. Su diminuto reloj pulsera
de oro era un adorno más, como el espejo retrovisor
de su Citroën 2cv: útil sólo para arreglarse
el peinado siempre un poco rebelde. La imaginación
era su hada madrina, la visitaba en las horas supinas
de contemplar el cielorraso del dormitorio y se ve que
también la protegía cuando circulaba al
volante.
Pocos años más tarde, otro hito para ser
evocado. El que significó la escritura del cuento
"La hermana de Eloísa", en colaboración
con Borges. El entonces llamado Georgie. Y lisa se encerraban
largas horas en el comedor de casa a trabajar. Casi siempre
se oían risas, gloriosas risas porque Borges sostenía
--y lo demostraba junto a Bioy Casares-- que sólo
se podía escribir con otro dándole rienda
suelta al sentido del humor. Lisa sabía bien hacerle
honor a la propuesta.
De esos encierros y esas risas nació "La hermana
de Eloísa", un cuento no demasiado feliz en
lo que a literatura respecta, pero muy feliz para sus
autores que se divirtieron componiéndolo. Porque
la experiencia le resultó a Lisa no sólo
un aprendizaje --como bien supo explicar mil veces-- de
lo que significa escribir de verdad, corrigiendo y corrigiendo
hasta encontrar lo más parecido a la perfección,
sino que la obligó a salirse de sí misma
para situarse en el lugar de la alteridad desde donde
se escribe. De allí pasó directamente a
escribir "El Abra", el cuento que más
fama habría de darle, una obra de fuerza condensada,
de pasión. De allí nació, mejor dicho
renació, la verdadera Luisa Mercedes Levinson,
con su nombre de soltera, asumiéndose en toda su
capacidad y dimensión de escritora.
Y así fue escrita toda su obra subsiguiente, que
culminó en la novela sobre su nahual, su animal
mítico, El último Zelofonte, un legado de
humor, erotismo y esperanza. Hay una bella carpeta de
dibujos de la pintora Mildred Burton sobre esa novela.
Era gran amiga de Lisa, acaba de morir, también
formaba parte de los hitos y los mitos.
Fueron muchas las puertas de acceso al secreto que Lisa
logró entreabrir. Porque eso es sobre todo su escritura:
un paso más allá de lo conocido, una comprensión
de algo que sabemos está allí pero tan velado
que apenas tenemos una insinuación momentánea.
Lisa siempre amó los velos de toda laya, tanto
los reales como los metafísicos y metafóricos,
y con su obra nos ayuda a descorrerlos, a desgarrarlos
si fuera necesario.
Han pasado veinte años desde que la pseudo Cenicienta
se fue del baile de vaporosos chales, uno a uno han partido
sus sucesivos príncipes, Pablo Valenzuela y Guillermo
Klappenbach, Willy, conocido como en cuento de hadas junto
al príncipe de Kapurtala su gran amigo. Queda la
Lisa que muy derridianamente por siempre-ya sigue escribiendo
porque quedan sus libros, más reales que su vida
según nos dijo.
"A los pies de la cama, asentado en el suelo, erguido,
con su mirada guardadora un poco irónica, un poco
angélica, un poco 'y bueno, no es para tanto' está
el o la ¿qué importa? el de siempre, el
de hoy y el de pasado mañana, el último
Zelofonte".
Palabras Preliminares
THE TWO SIBLINGS and other stories de Luisa Mercedes Levinson.
Traducción deSylvia Ehrlich Lipp. Para
Willy Klappenbach in memoriam
por LUISA VALENZUELA
Ante todo quiero expresar mi agradecimiento a Sylvia Erlich
Lipp, sin cuya dedicación y talento no tendríamos
las excelentes traducciones de la obra de Luisa Mercedes
Levinson al inglés. Tengo también motivos
puramente personales para agradecerles a ella y a Yvette
Miller la publicación de este libro, porque repasando
las pruebas de página volví a vivir tiempos
de mi primera juventud cuando la ayudaba a mi madre en
idéntica tarea de supervisión, que me resultaba
fascinante. Una leía el original en voz alta, la
otra estaba atenta a que no se le hubiera escapado ni
una coma al tipógrafo. Fue posiblemente un aprendizaje
de escritura que no supe apreciar en su momento, apreciando
eso sí -- y cómo-- el privilegio de poder
meterme de lleno dentro de una historia. Tendría
yo entonces unos trece, catorce años. Un par de
años antes mi madre me había pedido que
le armara un álbum con sus trabajos publicados
en diversas revistas. En la librería compré
el bloc de dibujo más enorme que encontré.
El resultado fue un álbum muy poco practico pero
representativo de la admiración que ya sentía
por los cuentos de Lisa.
Ella se llamaba Lisa en ese entonces, sí, pero
como seudónimo: Lisa Lenson. No eran tiempos de
darse a conocer en letra impresa con el propio nombre
"para no avergonzar a la familia". Eramos poquitos
en esa familia, y todos nos sentíamos orgullosos
de sus escritos, pero la tradición suele ser más
fuerte que la realidad, y no para los otros no resultaba
de buen gusto que la mujer se luciera en público
con su talento. También es cierto que el seudónimo
fue en un principio fruto de lo que en esa época
se consideraba una forma de claudicación: la necesidad
de ganarse unos pesos trabajando en, digamos, periodismo.
La revista se llamaba cursimente Idilio y hacía
honor a su nombre: fotonovelas, historias del corazón.
Pero estaba hecha por un equipo sorprendentemente inteligente,
que incorporó escritores de talento. A Lisa, a
la sazón Luisita Levinson de Valenzuela (que acababa
de completar su primera novela, La Casa de los Felipes,
y no sabía aún cómo firmarla ni quién
habría de publicarla), le propusieron escribir
"cartas de amor" en correspondencia con Conrado
Nale Roxlo, extraordinario poeta y a la vez humorista
genial bajo el nombre de Chamico. Fueron cartas semanales
que conformaban historias apasionantes y variadísimas.
Esto llevó (¿o habrá sido a la inversa?)
a que Lisa se encontrara siendo la Miss Lonelyhearts de
Buenos Aires. "Secreteando con Lisa Lenson"
resultó una página de "correo del corazón"
en la cual Lisa podía desplegar toda su compasión
y su amor por los demás, cosa que como bien saben
quienes la conocieron fue una de sus marcas de fábrica
junto con su sense of humor y ese encanto que casi casi
podríamos llamar seducción innata .
Dejó de trabajar en Idilio a los pocos años,
pero el nombre Lisa se le quedó prendido, y la
bolsa de historias casi repleta con la que había
venido al mundo se le completó con temas del desgarramiento
cotidiano. Historias que naturalmente fueron transmutadas
y fertilizadas, despojadas de toda su cursilería
inicial, como corresponde. Porque Lisa fue una verdadera
alquimista, una oficiante de la palabra.
Luisita Levinson Jové hacia versitos para los cumpleaños
de sus amiguitas e inventaba canciones para los invitados
de su mamá y su papá. La bella nena de bucles
castaños casi rojos podía presentarse en
la gran sala de su casa en la Avenida de Mayo a distraer
a los invitados por un rato. ¡Era tan graciosa recitando
sus propios poemas! Pocos años atrás encontré
un cuaderno con algunos de dichos poemas, algunos compuestos
bien pasada la adolescencia. Es realmente un maravilloso
milagro-- relacionado con lo real maravilloso-- que de
allí haya podido surgir la escritora de fuste que
conocemos.
Cierto es que mucha agua pasó bajo los puentes,
y pasó también Jorge Luis Borges, ese elixir
de vida literaria. Él era Georgie, en aquel entonces,
para los amigos.
Hablo de la época del primer peronismo, cuando
los escritores eran valorados como corresponde, es decir
que resultaban altamente sospechosos -- hasta peligrosos--,
y la palabra intelectual no estaba manoseada. Entonces
gente como Borges, Sábato, Mallea, los grandes
exiliados españoles en torno a Arturo Cuadrado,
José Luis Lanuza, más tarde Beatriz Guido
y Syria Poletti, todos, se reunían en la casa de
Lisa en el barrio de Belgrano a dar conferencias, o a
conspirar sobre candentes temas literarios tales como
la imposibilidad de la intrusión de la política
en la literatura.
Fue entonces cuando Georgie y Lisa decidieron escribir
un cuento en colaboración. Y se encerraban largas
horas en el comedor a trabajar. Casi siempre se oían
risas, gloriosas risas porque Borges sostenía --y
lo demostraba junto a Bioy Casares-- que sólo se
podía escribir con otro dándole rienda suelta
al sentido del humor. Lisa sabía bien hacerle honor
a la propuesta.
De esos encierros y esas risas nació "La hermana
de Eloísa", un cuento no demasiado feliz en
lo que a literatura respecta, pero muy feliz para sus
autores que se divirtieron componiéndolo. De allí
nació también, mejor dicho renació,
la verdadera Luisa Mercedes Levinson, con su nombre de
soltera, asumiéndose en toda su capacidad y dimensión
de escritora. Porque la experiencia le resultó
no sólo un aprendizaje --como bien supo explicar
mil veces-- de lo que significa escribir de verdad, corrigiendo
y corrigiendo hasta encontrar lo más parecido a
la perfección, sino que la obligó a salirse
de sí misma para situarse en el lugar de la alteridad
desde donde se escribe. De allí pasó directamente
a escribir "El Abra", el cuento que más
fama habría de darle, una obra maestra de fuerza
condensada, de pasión. Los intelectuales franceses
admiraron este cuento cuando Roger Caillois lo publicó
y se lo entregó a Francis de Miomandre, a Jean
Cassoux. A Saint John Perse. Muchas antologías
lo han recogido, quizá por eso no figure en esta
selección de cuentos de la autora que siguió
llamándose Lisa ya no como seudónimo sino
como bien ganado apelativo afectuoso.
De quien tengo una imagen recurrente:
Lisa en la cama, rodeada de papeles, con la Lettera 22
sobre la panza, escribiendo. Pero eso es en el piso alto
de la casa. En las primeras épocas, cuando los
dormitorios estaban abajo, no había máquina
de escribir sino páginas y páginas manuscritas,
ya perdidas, pisoteadas y demás por los gatos.
Los gatos, los gatos, los gatos. Aparecen en los cuentos,
no necesito hablar de ellos; algunos salvajes, casi, otros
en exceso caseros y procreadores. Sólo quiero destacar
a Puce a l'Oreille, así llamada porque siempre
se le instalaba a Lisa en el hombro mientras ella escribía
y le babeaba la oreja. Y, según ella decía,
le soplaba secretos.
Por lo tanto los gatos parecerían haber sido una
de las tantas puertas de acceso al secreto que Lisa logró
entreabrir. Porque eso es sobre todo su escritura: un
paso más allá de lo conocido, una comprensión
de algo que sabemos esta allí pero tan velado que
apenas tenemos una insinuación momentánea.
Lisa con su obra nos ayuda a descorrer velos, a desgarrarlos
si fuera necesario.
Bien que a ella le gustaban los velos, como podemos atestiguar
quienes la conocimos. Tengo su foto de los dos años,
disfrazada de lánguida odalisca. Pero al principio
de su vida adulta los velos se vieron domesticados por
un rato y fueron sólo tules que colgaban tenues
del sombrero, con "moscas" como se llamaban
entonces unos sutiles lunarcitos de terciopelo. Eran sus
épocas de señora burguesa que iba a tomar
el té al último piso de Harrod's. Burguesa
hasta ahí nomás: cierto día se engalanó
con un tul más tenue que de costumbre quizá
para que pudieran apreciarse sus bellos ojos de almendra,
y fue a Harrod's a las cinco de la tarde para conocer
al hijo del Maharajá de Kapurtala. Etelvina de
Sinclair hizo las presentaciones del caso y también
le presentó al íntimo amigo argentino del
delfín de Maharajá. Era Willy Klappenbach,
que quedó para siempre al abrigo de ese tul de
ilusión.
De la fascinación que ejercía LML ya se
ha dicho mucho. Quizá demasiado. En cierta medida
el encanto de su personalidad le hizo sombra a su talento
de escritora. Los que la conocieron tendían --tienden--
a referirse más a sus mots d'esprit o a sus anécdotas
que a la esencia de su literatura. No quisiera incurrir
en idéntica omisión culposa más de
la cuenta. Porque aquello que Lisa desplegaba ante los
demás era apenas la punta del iceberg de lo que
su obra repartía a manos llenas. Percepciones,
intuiciones, reescrituras del mito, libre imaginación
fluyente y tanto más que sagaces estudiosos han
reconocido y analizado a fondo: Ricardo Mosquera Eastman,
Rubén Vela, Leonor Calvera, Osvaldo Sabino, María
del Carmen Suárez, entre otros. Para no hablar
de la crítica francesa que celebró a conciencia
la aparición de sus libros traducidos. Ellos mejor
que yo pueden definir el valor de esta obra de la que
estoy demasiado cerca, que en cierta forma me corre por
la sangre. Por mi parte sólo puedo dar constancia
una vez más del deslumbramiento que me siguen produciendo
muchas de sus páginas en las cuales un conocimiento
profundísimo aflora desde un saber/no saber propuesto
por el acto de creación poética en su esencia
más pura. Y femenina.
FREUD & LISA
Publicado en La mujer de mi vida
Por LUISA VALENZUELA
¡Qué sería de Freud sin las madres!
solía exclamar un viejo amigo. Han pasado como
mil años y hoy lo recuerdo cuando, puesta a optar,
dejo de lado dos años de provechoso análisis
y me centro en una mera anécdota de cierre.
Esto me pasa por haber ido contra la corriente. Porque
en mi casa materna el psicoanálisis no se puede
decir que fuera anatema, pero casi. Quizá porque
en el '51, cuando apareció La Casa de los Felipes,
primera novela de mi señora madre Luisa Mercedes
Levinson que en ese entonces firmaba Lisa Lenson, cierto
joven y muy moderno crítico hizo en público
una exégesis freudiana de la misma y a Lisa le
dio un soponcio. La intelligenzia porteña allí
presente se indignó como si por primera vez oyeran
hablar de envidia del pene o de fijación anal o
de libido. Nada inocente era la novela de mi madre, pero
sí su psiquis. Virgen de psicoanálisis como
habría de decir unos treinta años después
cuando... pero eso viene más adelante.
En 1951 yo era demasaido chica como para ir a presentaciones
de libros aunque fueran maternos, pero no para prestar
atención a lo que se hablaba más tarde en
el living de casa. Borges y Mallea y todos los respetados
caballeros de las letras, hasta Sábato, defendían
indignados el honor de la doncella que no era tal por
supuesto pero sí muy atractiva. Y la nena que estaba
allí como un mueble más, mueble parlante
en general pero en este caso mudo, fue captando el oscuro
encanto del tema y cuando no había nadie en la
casa acostumbró a trepar hasta el anaquel más
inaccesible de la biblioteca donde estaba un libro no
prohibido, no, ella podía leer de todo porque nadie
le prestaba atención, pero un libro de difícil
acceso -intelectual, digamos. Eran el Freud, de Emil Ludwig,
que durante los primeros años de su adolescencia
le sirvió de lectura porno junto con El diablo
en el cuerpo de Raymond Radiguet.
Así empezó mi experiencia psicoanalítica:
de ojito. Y de ojito siguió, o mejor dicho de ojo
deslumbrado, desvelado, porque en París, a principios
de los '70, en el muy bohemio taller de Lea Lublin encontré
una noche los Écrits de Lacan y no pude parar de
leerlos. Fui instantáneamente atrapada por "La
instancia de la letra en el inconsciente" y por esa
escritura semi incomprensible, arrevezada y bella. Mi
vida de errancias estaba en pleno y volví a BAires
hecha una hoja al viento, un ser desmigajado. Entonces
los rencontré: mis amigos y confidentes de antes,
Araceli Gallo y Guillermo Maci, ya casados, devenidos
célebres psicoanalistas los dos, él dictando
seminarios sobre Lacan. Me metí de cabeza en los
seminarios mientras sufría tironeos contradictorios.
Los escritores de la generación anterior a la mía
repetían que el análisis sólo servía
para matar la imaginación, mientras mis coetáneos
ya no te preguntaban de qué signo astrológico
eras sino con quién te analizabas.
Decidí que mi imaginación no era tan lábil
como el resto de mi almita, y opté por el análisis.
Pero una sola profesional me convencía. Y hube
de renunciar a las salidas sociales con Araceli Gallo,
ya conocida como Chela Maci, para poder analizarme con
ella. Y durante dos memorables años asimilé
teoría de boca de uno para después apreciar
junto a la otra la puesta en práctica de dicha
teoría. Muchas palabras mías y pocas de
ella, pero directamente al blanco. Aprendí así
cómo pueden levantarse los velos sin por eso desvelar
la fantasía, y armé bastante bien mi rompecabezas
de entonces y pude aceptar nuevamente la errancia. Los
años se volvieron de plomo también para
el análisis y en el '78 dejé el país
con mucho resquemor desde la política y una consigna
desde el diván: romper con la fascinación
materna. Nunca vas a armar tu vida de manera plena si
seguís fascinada con tu madre, fueron quizá
las palabras de despedida de mi analista.
Cuando en el '83 vine de New York para los festejos del
retorno a la democracia, mi santa madrecita me volvió
a tirar encima uno de sus malditos reproches. Entonces
pude darle el ultimátum: o encuentro conjunto con
Chela Maci o pérdida de hija. Aceptó sacrificar
lo que ella llamaba su virginidad psicoanalítica
y, sentadas en el mismo consultorio que había escuchado
mis antiguas cuitas, Lisa contó las suyas. Con
toda gracia, claro está, desplegando sus plumas.
Habló de los tés dançants a los que
sólo podía ir acompañada por su propia
madre que le hacía pasar vergüenza porque
iba con vestidos floreados de pronunciado escote mientras
las demás madres, dignas matronas engordadas a
masitas, parecían "huevos de luto" (sic).
En ese momento dejé de preocuparme porque entendí
que el mal que me aquejaba, de transmisión matrilineal,
era congénito. Pero también era contagioso,
porque cuando quedamos solas esperé de mi analista
unas apreciaciones agudas sobre mi progenitora que me
devolverían a mi ideal del yo o lo que fuere, pero
ella sólo emitió una frase. Tu madre es
fascinante, me dijo.
Y yo nunca pude deducir si así reconocía
mi capacidad de apreciación, o me desahuciaba.
|