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HOMENAJE A LML
Por LAURA NICASTRO
Hace unos veinticuatro años, Luisa Mercedes Levinson
presentó mi primer libro de cuentos "Los ladrones
del fuego". En ese entonces yo jamás hubiera
sospechado que hoy estaría aquí, junto a
luisa Valenzuela y Grimson. Con la foto de Levinson sosteniendo
mi primer libro en una instantánea de esa presentación
presidiendo esta mesa. En su narrativa, Levinson a menudo
usó la expresión "el estigma del tiempo";
a tal punto que constituye el título de uno de
sus volúmenes de cuentos. Hablaría en esta
ocasión de la "espiral del tiempo", y
así como en ese momento ella se refirió
a mis textos, yo me referiré brevemente a los cuentos
que componen este volumen de colección.
Quisiera destacar sólo algunas características
comunes a estos relatos y que se repiten, podemos comprobarlo,
en toda su obra.
La pasión femenina en El Abra y La Niña
Panchita
Realmente, como escritora, había que tener audacia
(en esa época) para escribir ficciones en las que
se aludiera a las pasiones femeninas de manera tan explícita.
Para comenzar citaré una frase que aparece en la
novela La Isla de los Organille-ros. Refiriéndose
a la protagonista, María Soledad, Levinson dice:
"Ella quería aún la pasión porque
sí
"
Esto resumiría lo que ocurre en El Abra y La Niña
Panchita. En El Abra, una prosti-tuta es comprada por
un chacarero como si fuera un objeto. Tan objeto, que
ni él ni el narrador la nombran en todo el cuento.
La mujer es apenas "che", "eh vos",
"oí", apenas una exclamación,
un verbo en imperativo. Despojada de toda identidad propia
y sólo destinada al disfrute sexual de un hombre
al que odia y por el que siente un asco visceral, pasa
sus días en una hamaca, con la misma ropa con la
que salió del prostíbulo. Sin embargo, es
a través de otro hombre, el único peón
de la chacra, que la mujer conocerá la pasión.
El jovencito la adora y la sirve en silen-cio, desde lejos.
Este personaje tiene una actitud diametralmente opuesta
a la del patrón: su devoción es casi religiosa,
en cuclillas cerca de la hamaca, le ceba ma-te, le ofrece
una fruta. La tensión se torna insoportable hasta
que estos dos seres encuentran la ocasión de unirse.
Después de esto la protagonista (y cito) "Recién
había bebido de la felicidad hasta lo hondo, por
primera vez y, a pesar de todo, un bienestar la invadía;
un baño de bienestar que pesaba más que
los acontecimien-tos, que trastrocaba el tiempo y la mantenía
en un presente que ya había pasado".
Es una característica interesante de señalar
en este cuento que los tres personajes prácticamente
no hablan entre sí. El patrón constituye
la única excepción cuando da las órdenes.
Los sonidos que rompen el silencio pertenecen a la naturaleza,
no a la voz humana y esto contribuye a generar un clima
opresivo, que avanza y se espesa hasta llegar al estallido.
Los tres se vinculan entre sí a través de
las emo-ciones más crudas: el odio, el deseo irrefrenable,
el asco, la violenta atracción sexual.
En La Niña Panchita la pasión femenina se
manifiesta de un modo más recatado, más
sutil. Otra vez, tenemos una protagonista femenina poseída
-como un objeto- por el patrón, Don Marcelino Zaldarriaga.
La niña borda las iniciales del amo todo el tiempo,
es callada, mantiene la mirada baja, apenas se asoma a
la galería. Sólo parece despertar de ese
letargo con la presencia del domador Socas. Cuando des-cubren
el cadáver del domador, ella manifiesta su duelo
encerrándose más aún. Sin embargo,
a su alrededor se va armando una trama de competencias
y odios entre los hombres que la pretenden. Pero la Niña
Panchita, tan modosa y blanca, pertenece a Don Marcelino
más allá de la muerte, aun cuando ella seguirá
aman-do, también más allá de la muerte,
al domador Socas. Porque, como dice el narra-dor de la
historia, el testigo del final: "Señor Juez
esa marca, marca". En este cuento, Levinson
introduce elementos tan sutiles como el carácter
de la protagonis-ta. Por ejemplo, la Niña Panchita
lleva una flor de mburucuyá. Ese es su nombre en
guaraní, en castellano la llamamos pasionaria.
Y aquí se juega con el nombre (la flor de la pasión)
y el simbolismo de esta flor: la crucifixión (los
clavos, las lla-gas, etc.)
En ambos casos, así como en otras obras de Levinson,
las protagonistas pagan un precio muy alto por manifestar
su impulso y transgredir las normas impuestas por la sociedad.
También en los dos casos hay un testigo que presencia
el desenlace: en El Abra es el chasque, en La Niña
Panchita es un arriero. Y, finalmente, el pai-saje, ya
no como un telón de fondo, sino como elemento inseparable
de la trama. El calor, la sequía, el viento norte,
las palmeras lejanas, la niebla nocturna, pesan con su
sensualidad en el ánimo de los protagonistas. Oberá,
Montiel, Misiones se nos presentan con toda su violenta
belleza. Uno no puede imaginarse estos dos cuentos ni
"Los dos hermanos" desarrollándose en
una pradera de la Alta Bavaria.
Otro de los temas recurrentes en la obra de Levinson es
el incesto, tal como apa-rece justamente en Los dos hemanos
o en La familia de Adam Schlager, y en no-velas como A
la Sombra del Búho y La Casa de los Felipes.
Los Dos Hermanos
Una pareja de hermanos germanos (¿germanos y gemelos
tal vez?) polarizan las características así
llamadas de género: Otto es "sagaz para los
contratos, ordena-do para las maletas y fuerte y mañoso
para ajustar el corsé
Ahora es el tierno
hermano perdido en la selva, inmensamente rico, un hombre
maduro gastado por el clima tropical, el pelo gris"
(palabras de la autora). Frida Kluger, en cambio, la hermana,
permaneció anclada en sus sueños de ficción
wagneriana, en sus re-cuerdos e ideales, ajena a toda
realidad, es el complemento, el alter ego de este hermano
devenido hombre cruel y ambicioso. El incesto no está
planteado como la transgresión sexual sino como
la complementariedad. En todo caso, la transgre-sión
funciona como un medio para alcanzar un fin: al fusionarse
los opuestos, la pareja de hermanos constituye una sola
persona, tal como lo enunció Platón. Pero
alrededor de este círculo de fuego formado por
la pareja de hermanos (por algo la plantación de
té, en Misiones, se llama "Walhala")
la selva crece y amenaza. Seres sojuzgados y explotados
vienen de "la otra orilla" (en la obra de Levinson
aparece a menudo esta figura de "la otra orilla")
para ejercer justicia por mano propia. Hay un fatalismo
que recorre este relato desde el comienzo hasta el final,
prefigurando la culminación de una decadencia.
Comoen el Ocaso de los Dioses, también aquí
los acontecimientos se precipitan para desembocar en la
desintegración de este Walhala artificial, plantado
en medio de la selva. La vieja cantante Frida duerme y
envejece, al igual que Brunilda, sumergida en el olvido,
gracias a los tecitos y los remedios que le sirve la antigua
empleada y actual heredera de este imperio verde: Encarnación.
Pero este cambio no se logró pacíficamente:
fue necesario que hubiera una revuelta, sangre, muerte.
Al desaparecer el hermano práctico, agresi-vo,
que la defendía y cuidaba, Frida -como principio
pasivo- nunca más saldrá del letargo. Rota
la complementariedad, queda apenas medio ser que no podrá
sobre-vivir solo. Encarnación representa el nuevo
orden proveniente de una raza sojuz-gada y explotada.
En ella se fusionan las características de los
dos hermanos: la intensa sensualidad de Frida por una
parte. "Rosendo, peso de hombre, viento nor-te. Ella
y él, una ola más densa que el sueño,
que envuelve en remolino alto como el monte, y sumerge
hasta lo hondo, como si fuese para siempre
Su sangre,
dice Levinson, es una creciente que va colmándola,
inundándola, ya. Siente el gus-to de la selva y
de su río, cada vez más agudo, más
agudo
" Por la otra parte, Encarnación,
también asimiló el criterio práctico
de Otto. Y otra vez nos cuenta la autora que Encarnación
ahora tiene "papeles y hay que andar con cuidado
cuando se tienen papeles". No es gratuito tener "papeles"
porque "pesa la solidez, adentro, afirma y pega las
plantas de los pies a los tablones". Y sospechamos
que sí como en La Niña Panchita la protagonista
juega con una flor de pasionaria insinuando el desenlace,
aquí también tenemos un juego con el nombre
de esta Encarnación, como si en ella se fusionara,
se encarnara una nueva raza en la que se unen, otra vez,
la sensualidad de los venidos de "la otra orilla"
con el criterio ordenado, duro, del antiguo amo, "mientras
en el secadero -aclara la autora-, año tras año,
va me-jorando la calidad de las hojas de té".
En un cuaderno cuadriculado
Es la historia de una huérfana, jorobada, espectadora
de los vaivenes románticos del hombre al que ama.
Las diferencias social y etaria, y su aspecto contrahecho,
hacen imposible la concreción de este amor secreto.
Sin embargo, la muchacha es testigo involuntario de las
aventuras ajenas. Otra vez, la pasión de una mujer,
co-mo en La Niña Panchita y El Abra, aunque esta
vez los acontecimientos se des-arrollan tras puertas cerradas
y en ámbitos ciudadanos.
El Ángel
Más allá de estos cuentos potentes, casi
diría salvajes, Levinson es capaz de brin-darnos
un relato fantástico y maravilloso, la historia
de un amor místico. Esta ver-tiente, la del relato
fantástico, también se repite en toda su
obra. Recordemos La pálida Rosa del Soho, por ejemplo.
El escultor ama tanto su obra, que logra con-cretar un
cambio fundamental. El Ángel no necesita ningún
comentario. Quisiera cerrar esta charla, con la lectura
del cuento.
Setiembre de 2008.
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