|
LA NOCHE DE LISA (fragmento)
- 5 de Enero de 1982
Por DELFÍN LOCADIO GARASA
Ninguna noche más apropiada que esta "duodécima
noche" shakesperiana, noche de epifanía, en
la que la divinidad deja entrever su presencia, en que
los presentimientos se vuelven tangibles y la magia nos
rodea con sus aleteos, para introducirnos en el universo
ficticio de Luisa Mercedes Levinson. Universo ficticio
y por eso mismo más fehaciente y real. Mundo ilusorio
pero de contornos diamantinos, que ninguna de esas apariencias
a las que llamamos pomposamente "realidad" puede
desvirtuar o falsear. Mundo de verdades supremas, absolutas,
que no necesitan demostración, contra las que la
razón y la lógica se estrellan con jadeo
de impotencia. Ingresar en la obra de L. M. L. requiere
un despojamiento purificador, un desnudarse de corazas
y prevenciones, una entrega al milagro, una disponibilidad
al asombro que siempre nos depara la creación artística,
sobre todo cuando es espontánea, cuando todavía
no se ha contaminado de retórica. Introducirse
en el mundo de L. M. L. implica percibir recónditas
armonías tras las discordancias de lo cotidiano
y disonancias tras las tranquilizadoras armonías
del orden habitual. Es admitir la dimensión fantástica
acechante entre las tres dimensiones del mundo físico,
dimensión agazapada en cada recodo de la existencia,
es situarnos en un espacio no extenso, en un tiempo no
medible con las escalas establecidas, en el que lo fugaz
y lo eterno se compenetran. Mundo místico y sensual,
paradisíaco y diabólico, inocente y turbador
(nada más turbador que la inocencia), brutal y
visionario. Los cuentos y novelas de L. M. L. parecen
escritos en estado de posesión por un numen, por
aquellos númenes invocados por los poetas clásicos,
provocadores de la "divina locura" que Platón
distinguía en la raíz de la creación
poética. Es como si ellos dictaran las palabras
en que toda obra literaria consiste.
Tal es la impresión de una primer lectura. Pero
si nuestra deformación profesional de críticos
(que suelen ser personajes muy tiesos y
no siempre dispuestos a irse de parranda con los creadores)
nos impulsa a leer otra vez estos cuentos, no ya para
saber qué sucederá, sino cómo ha
sido transmitido el primer deslumbramiento y la primera
ansiedad, observamos que las palabras utilizadas no pertenecen
a un trasmundo desconocido, sino son las palabras del
lenguaje de todos, las palabras que designan objetos,
que denotan ideas, que describen sensaciones, que sugieren
embrujos, las palabras que trasmiten, comunican, conmueven,
persuaden o despistan. Son las palabras del corpus de
la lengua, las mismas de que nos servimos en nuestra vida
corriente o en nuestros soliloquios. Vale decir que no
basta con dejarse poseer por el sortilegio del trance
creador, si es que se quiere trasmitir sus revelaciones.
Es menester elegir entre posibilidades expresivas, sopesar
la carga semántica o sugestiva de cada término
con miras a lograr un estremecimiento de arte, una emoción
estética. Y debemos reconocer que L. M. L. logra
maravillosamente ese efecto. En su creación coexisten,
como en la rima becqueriana "inspiración"
y "razón ", el ímpetu y el freno,
el torrente y el cauce. L. M. L. intuye -con su poderosa
intuición - que sólo la forma puede detener
la dispersión de la materia, que sólo el
molde inflexible infunde perpetuidad a lo inasible y fugaz
de la inspiración. Alguna vez he intentado ante
un párrafo de L. M. L. -concretamente fue un fragmento
de La pálida rosa, pasaje más bien sórdido,
y también un pasaje descriptivo de La isla- modificar
algunas palabras, permutar términos, sustituirlos
por sinónimos o equivalentes o afines, alterar
algunos giros sintácticos o completar algunas frases
que me parecí a.n truncas. Pero no tardé
en comprobar la vanidad de mi presunción, pues
la menor alteración modificaba el efecto. Aquellos
párrafos tenían su forma insustituible.
Eran precisamente como debían ser. Nada les faltaba
o sobraba. Entonces pensé que en L. M. L. coexistían
-como en algunos de sus personajes- dos seres complementados
en admirable síntesis: la entregada al desenfreno
de la fantasía y la lúcida elaboradora del
material que su fantasía le había entregado.
|