LUISA MERCEDES LEVINSON. AYER Y HOY

Por LEONOR CALVERA


Las rivalidades entre la memoria y el olvido permiten que el transcurso de dos décadas re-acomoden el pasado en una nueva perspectiva. En ese escorzo, Luisa Mercedes Levinson personaje está dejando de conspirar, de atentar, de rivalizar con su obra de ficción. No es que los años transcurridos desde su partida definitiva hagan que se pierda su figura envuelta en largos atuendos, sus ojos de felino, su capelina que siempre se creía pronta a deshacerse en una cascada de estrellas, mariposas o pájaros. O que se olvide su mundo cordial y amistoso donde vibraban sus sueños y se paseaban sus gatos; donde muchas de las figuras relevantes de la literatura argentina conocieron su don del bien recibir mientras la voz de la anfitriona matizada de humor entretejía ideas, emociones y fantasmas.

En una sociedad donde las vertientes singulares están dictadas por los cánones estéticos globalizados, la audacia de Lisa en apartarse de la norma tiene el sello de la rebelión emblemática, la misma que acompañó a Oscar Wilde, a George Sand, a Dalí. Aunque no cabe en este marco un análisis detallado de las implicancias del vestido para des/velar el yo profundo, no podemos obviar que las peculiaridades de su vestir se fueron gestando desde la reivindicación de singularidad en un medio -clase social, época- que no le brindaba apoyo para desarrollarse en plenitud intelectual. Por ello Lisa compuso un personaje ante todo para sí misma -una composición simbólica que habría de acompañarla toda la vida. Un personaje que le permitió abrir puertas que, de otro modo, hubieran permanecido cerradas. Un personaje entrañable cuya misión fue escribir.

En la primera etapa Luisa Mercedes aparece deudora de la estilística tradicional, con la excelencia de un acento que da frutos perfectos como el que engalana muchas antologías de cuentos y que lleva por título El abra.
Sin embargo ese registro, que oculta severos mandatos patriarcales, va a ir dejando paso a un nuevo lenguaje. En el tratamiento del tiempo y el espacio, en la confidencia de sus personajes, en la ruptura entre el ensueño y la realidad, surge una elaboración literaria singularísima. Luisa Mercedes se hace eco de sí misma, de sus propias e irrepetibles percepciones y va gestando una manera que podríamos denominar "impresionista" ya que en toda su obra lo pictórico corre a la par de lo musical. La frase prieta, precisa, ajustada de las primeras expresiones pareciera abrirse, despeñarse en equívocos deslices. Sin embargo su sintaxis, como bien lo señala Defín Garassa, no puede ser modificada sin alterar íntegramente el texto. Abundan las polisemias y los sobrentendidos, bajo una superficie suntuosa, hechicera, sensual. La prosa rutilante, que no desdeña en ocasiones el tono popular, se expande hacia otros horizontes. Las palabras dejan oquedades, intersticios que obran a manera de espejos para el lector, introduciendo así la posibilidad de múltiples interpretaciones. Habrá entonces quienes entiendan sus relatos en clave alquímica o de tarot, como cuentos sencillos o juegos del espíritu, como metáforas del ser americano o re-actualizaciones míticas.
La escritura se pliega o conforma a una manera única de organizar materiales en apariencia antagónicos como el sueño, el mito y la realidad. A la inversa de las proyecciones masculinas, Luisa Mercedes realiza y mantiene el orden de lo íntimo, a partir del que arranca el orden universal; a partir de un sentimiento o emoción logra acceder a un plano cósmico. Esto es particularmente cierto en el tratamiento de los caracteres femeninos. El heroísmo de la mujer, su sacrificio por los seres queridos, su debilidad ante los dictados del sexo, su momento estelar en el alumbramiento son sometidos a un giro copernicano y transformados en procesos planetarios.
Virginia Wolf, en las últimas páginas del Diario de una escritora recuerda la frase de Henry James: "no quiero nada de introspección. Observa constantemente, observa la avaricia. Observa la propia desilusión, observa también el pescado y el picadillo de la cena que debes preparar. Cuando se escribe acerca de ello se adquiere una forma de dominio." Así, Luisa Mercedes conserva el detalle y la minucia para transformarlos mediante la observación del otro lado de la realidad que es la imaginación. Cuando se le preguntó a Jerónimo Bosch porqué pintaba esas excentricidades, éste contestó: "pinto lo que veo". Del mismo modo, Levinson ve al Zelofonte tanto como a Gualterio, a Úrsula y al ahorcado tanto como a la Pálida Rosa.
Las imágenes oníricas y sus arquetipos dan su médula a la mayor parte de la obra de Luisa Mercedes. "Dichas imágenes -en palabras de Marie Louise Franz- conservan siempre un aspecto inefable y misterioso que parece revelarnos más de lo que efectivamente podemos saber." Porque, aun cuando podamos asimilar esas obras a una visión corriente, o recurrir a interpretaciones más o menos elaboradas, siempre nos veremos desbordados por ese pensamiento, por esas narraciones que podríamos llamar mágico-arcaicas.

Las frases apretadas, realistas, ceñidas al objeto de las primeras producciones son remplazadas por una escritura abierta para incorporar las dualidades de todo lo creado, para incorporar el silencio, lo que nunca podrá ser dicho. Potencia, imperio de la palabra que opaca la existencia, que la sustituye o la devuelve a su ser verdadero. Rito que sólo puede oficiar quien, antes, por debajo o más allá de lo normativo, sea, como Lisa, un poeta.
En estos textos que renuevan las significaciones, el tiempo deja de ser lineal y se cierra sobre sí, adquiriendo una calidad distinta; deja de ser kronos para volverse kairos. Porque, como decía Graves, "el tiempo, aunque es un convencionalismo muy útil, no tiene un valor intrínseco mayor, digamos, que el dinero. Pensar en función del tiempo es una manera de pensar muy complicada y artificial." Luisa Mercedes en cambio, piensa en función del tiempo de la luna, espiralado, del pensamiento analéptico que recupera los acontecimientos perdidos: por eso a la primera Musa se la llamaba Mnemósine. "memoria" del pasado y el futuro en el presente.
Esa presencia de la memoria se traduce en el uso de repeticiones, llevadas a veces hasta la exasperación como en A la sombra del búho. Rilke sostenía que la repetición es el término decisivo para expresar lo que la reminiscencia representaba para los griegos. Si toda ciencia, si todo conocimiento es recuerdo, sólo podremos encontrar el tiempo perdido cuando, mediante la repetición, hagamos aparecer el poder de la conciencia.
Esta organización del mundo, con sus vueltas y repeticiones, supone lo inverso de la literatura consumista, donde todo es siempre distinto, con personajes que cambian constantemente. En la obra de la autora de E lúltimo Zelofonte, por el contrario, los personajes se acercan, como ella misma lo atestigua, a los "de los relatos antiguos donde una persona puede ser otra y también muchas". Hay una ley que cumplir: ajustarse a los ciclos temporales y no intentar burlarlos. Porque la verdadera esencia debe ir "atravesando espacios, marchando, avanzando", afirma en El estigma del tiempo, aunque teniendo en claro que no se deben perder de vista los orígenes.

La raíz, el lugar del que se ha partido, donde todo comenzó, se traduce en el llamado de la sangre que otorga la verdadera identidad. Quizá por eso todos acabemos por encontrarnos en un yo único, O dos en uno -como quiere la alquimia-, o uno desdoblado. Héroe y anti-héroe, bien y mal. Por ello es frecuente que aparezcan imágenes dobles, o nombres repetidos, o sustantivos y adjetivos polisémicos. A lo largo de sus narraciones se detiene en los ancestros, en el pasado, buscando desgarrar el velo que oculta el corazón del ágata. Desde este mundo, que es también espejo o mellizo, escala el árbol de la vida para inquirir en el universo de los muertos la posible respuesta y la conexión con el ser aquí, el enigma de la identidad.
Ahora, aquí: el fascinante caleidoscopio del presente junto al otro, ese otro pesadilla, detritus, sombra atrapada en los cimientos de la casa, búsqueda empecinada de las propias antípodas, ese otro, finalmente, que no es sino uno mismo.

La hermandad profunda, básica, que Luisa Mercedes cree entrever en la urdimbre del universo tiene al amor por hilo conductor. Amor simplemente o amor-pasión, poco importa. La llama de la ceremonia física o el amor que recrea los mundos. El amor del otro en amadores y mujeres fuertes, en amantes que permiten asomarse a la eternidad o remiten a la avidez del encuentro breve, quemado en el instante. Entre las nieblas del ensueño, surgen amantes que no carecen de una gota de locura. Esa que les permite detener el tiempo de los relojes, tornando actual y fijo un discurrir que, de otro modo, la muerte se llevaría. A través de los amantes, muerte y vida están aquí y ahora. A través de los amantes, el mundo muere y se regenera.
Amor unitivo, mágico. Leemos: "Te ofrezco el desgarramiento, proceso ritual, cordón iniciático, la simetría de mis equinoccios y el solsticio propricio: nacer, vivir, morir, renacer; reza, rosa, risa, rezan tus pétalos de sol solsticio; ríe, rosa, roza tu sol dicha no dicha. Tuya es mi muerte con otro significado para ti."
Ilusión-realidad; verdad-engaño; tierra-cielo se entretejen en un damero inextricable, que alucina. Los valores mutan y se intercambian, según la luz que los ilumina. La apariencia es ficción y lo ilusorio, realidad. Sujeto y objeto son desnudados en su reciprocidad valorativa porque siempre se mantiene una especie de inmersión en el lado nocturno, en esa noche que "se puebla de metales grises (donde) surgen cuerpos translúcidos con olor a fuego."

Las obras de Luisa Mercedes Levinson muestran un modo de religarse al cosmos mediante un conocimiento que es lo opuesto del frívolo pensar actual, anclado a lógicas rudimentarias. Su pensamiento, en cambio, ayuda a enfrentar los interrogantes fundamentales, las preguntas que nos vienen acompañando sin respuesta desde la noche de los tiempos.
Su sabiduría era formativa, grave, pero no solemne. En una y otra ocasión juega los malabares del sentido con un profundo humor, que también podía ser terrible. Porque el humor -dice Hugo Friedrich- hace pedazos la realidad inventando las cosas más inverosímiles, junta los tiempos y las cosas más dispares y desfigura todo lo existente: el humor desgarra el cielo y pone al descubierto el inmenso mar del vacío; el humor es la expresión de la incongruencia entre el hombre y el mundo, es el rey de lo existente." Ese humor que reinaba en la casa de Lisa.

Afirma un principio hermético que todo está en todo y todo puede ser cualquier cosa. También la rebeldía. Como Lilith, Luisa Mercedes nunca capituló. Con finura y elegancia supo mantener el punto de equilibro entre el compromiso con los demás y el resguardo de la propia personalidad. Nunca se adaptó servilmente porque sabía que el apartamiento de la norma es condición ineludible de la verdadera creación.
Solitaria, pescadora de sueños, habitada por mundos plurales, Luisa Mercedes del Apocalipsis y la ternura. La de escritura que no se traiciona, que no permite que la imaginación muera porque permitirlo sería empobrecer la vida. La taumaturga que un día se encontró ante las puertas de una casa, tal vez su casa, quizá la utópica casa de todos y se preguntó si entrar por ellas no sería "salir del amor, del sueño, del riesgo de la noche, de la vida" para encontrar "acaso la inocencia". Hacia allí se encaminó cierto día preparándose, no para aun final absoluto, sino como una aventura más del conocimiento porque vida y muerte no son sino las hermanas incestuosas del devenir. No dejó a solas con su "muerte aparente". Nos legó su obra viva.

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